Agradecimientos

Muchas gracias a Dios por la fe que me ha dado; sin ella, absolutamente nada tendría sentido.

Muchas gracias a Mar, mujer a la que adoro, y a mis maravillosos hijos por enseñarme las cosas importantes de la vida.

Mi agradecimiento más profundo a Jordi Nadal, mi editor, al que admiro por su inmensa generosidad y bondad, y quien confió mucho más que yo en este proyecto. Lo quiero un montón. Y gracias a su maravilloso equipo de Plataforma Editorial; a María, Sandra, las dos Núrias, Miguel, Anna, Montse, Víctor, Guillem, Ariadna, Felipe y Anabel.

Muchas gracias a Narcís Roura por aceptar escribir el prólogo y por enseñarme que, por encima de un cargo directivo muy importante, hay que ser buena persona. Me impresionó desde el primer minuto que lo conocí por sus inmensas cualidades humanas.

Gracias también a Xavi Mas, director de marketing de CaixaBank, por querer escribir una frase de recomendación del libro. Cuando pensé en un profesional del ámbito comercial que me pareciera un crack, fue él el primero que se me vino a la cabeza. Pocas personas he conocido en mi vida más brillantes que Xavi, y al mismo tiempo más cercanas y sencillas.

Estoy profundamente agradecido con mis clientes, he aprendido todo lo que sé de ventas de ellos y siempre me he sentido mucho mejor tratado de lo que merecía.

Gracias a todos los asistentes a mis conferencias. Yo soy de los conferenciantes que no saben nada, que solo se dedican a leer a los expertos y a copiar sus ideas para transmitirlas. Siempre me han concedido un mérito muy superior al que merezco, porque explicar las cosas, que es lo que yo hago, es fácil. El mérito está en aplicarlas, y en esto soy un principiante cada día.

Finalmente, muchas gracias a ti, lector, por elegir este libro. Solo espero que no te decepcione y que te ayude a encontrar aquello que buscas.

1. Papá, quiero ser vendedor

En la universidad imparto una asignatura que se llama Gestión Comercial. Cada primer día de curso, y desde hace quince años, hago la misma pregunta a mis alumnos: «¿Quién de ustedes quiere ser vendedor?». De las ochenta personas aproximadamente que hay en clase, ¿cuántas levantan la mano? El sentido común diría que la mayoría, o muchas al menos, pero la realidad es que se levantan dos o tres, salvo un año, que ¡¡no se levantó ninguna!! Siempre me muestro sorprendido y les pregunto qué narices hacen sentados en sus mesas estudiando entonces Gestión Comercial. La mayoría argumenta que están preparándose para algo mejor: «Profe, ¡aspiramos a más!», «Comercial es mi hermano, que es un inútil y no daba para más, pero yo… ¡yo aspiro a mucho más!». Ese es el momento en el que me altero y me dan ganas de preguntarles: «¿A qué puñetas aspiras que sea mejor?». Este es el concepto que hay de las ventas, no solo en la universidad, sino en la sociedad en general, y me fastidia mucho. Yo me paso un año entero en mi asignatura, porque es el objetivo principal de mi trabajo en la universidad, intentando convencerles de que es un trabajo fantástico y de que muchos de ellos disfrutarán en el mundo comercial, que está reservado para los cracks.

Hace menos tiempo que hago la siguiente «encuesta» con adultos: «¿Qué pasaría si tu hijo o tu hija un día te dijera que quiere ser vendedor o vendedora?». La mayoría contestan dramáticamente que sería una desgracia, «Yo, que me he dejado la piel por ti y te he dado la mejor educación!…, ¡así me lo agradeces!». También los adultos aspiramos a que nuestros hijos «lleguen a más».

Ser vendedor es casi sinónimo de ser un fracasado, hasta le cambiamos el nombre para disimular, y mejor si es en inglés porque suena más importante: área mánager, key account, director de cuentas, asesor, consultor, etcétera. Todo menos llamarlo vendedor, no sea que piensen que somos de mala calaña o unos maleantes. Hace años se llamaba «viajante» o «representante», pobrecitos, ¡qué vergüenza debían de pasar!

Sin embargo, yo creo que dedicarse a las ventas es ¡una profesión fantástica! La mejor profesión que hay. El vendedor tiene uno de los mejores trabajos del mundo y ya es hora de que se valore y dignifique la labor de un vendedor. Vender es ayudar a los demás, vender es solucionar problemas que tienen las personas, vender es muchas veces hacer felices a los demás. Esto es lo que hacen los buenos vendedores, los grandes, los cracks. Sin embargo, es verdad que son minoría; la mayoría de vendedores son unos chusqueros y unos merluzos, engañan, solo buscan su propio interés. Pero es un problema de la persona, no de la profesión, y al final pagan justos por pecadores; la mayoría de vendedores transmiten una imagen muy negativa de esta profesión, pero también existen vendedores que disfrutan con su trabajo y tratan de ejercerlo con la mayor profesionalidad posible. Muchas personas se dedican a las ventas porque el acceso es relativamente sencillo y necesitan trabajar, no lo hacen con entusiasmo y pasión, ni por vocación, lo hacen «porque de algo hay que vivir». Por eso la mayoría de vendedores son chusqueros y provocan que socialmente se tenga muy mala imagen de esta profesión.

Dedicarse a las ventas es apasionante. Es verdad que la venta es difícil, complicada, que hay que afrontar fracasos, que es un trabajo poco reconocido, que hay que aguantar a algunas personas pesadas, que tienes que poner buena cara cuando te encuentras mal, que es muchas veces desagradecido, que es solitario, que hay que soportar la presión de la cifra de ventas. Es un numerito que ejerce una presión continua y aguantarla no es fácil porque es, además, un número público, que todo el mundo en la empresa conoce; ¡estás siendo juzgado en todo momento por un número! Eso no hay quien lo aguante. Por todo ello la venta no es para todos, ¡es solo para cracks!

Pese a todo la profesión comercial es fantástica y apasionante, dedicarse a las ventas sigue siendo fascinante para mí; hay presión, es verdad, pero eso te obliga a dar siempre lo mejor de ti mismo, a no acomodarte, porque requiere estar en permanente aprendizaje y crecimiento. En un mundo tan competitivo que no permite la relajación, la labor comercial empuja siempre a dar lo mejor de uno mismo; eso da empuje y fuerza, eso hace que cada día se mejore un poquito más, que se luche para ser mejor profesional y mejor persona. Por otro lado, es verdad que hay fracasos pero también hay muchas alegrías y satisfacciones, cerrar una venta es un chute de automotivación y energía que los demás trabajos no tienen; es verdad que es difícil, por eso dominar esta profesión es muy gratificante, porque es para valientes y no para cobardes, porque es un trabajo divertido, poco rutinario, porque permite una cierta libertad y autonomía, porque es muy gratificante trabajar con clientes satisfechos, porque ser bueno en esta profesión facilita una «empleabilidad» mayor que ningún otro trabajo, porque si destacas, es una profesión en la que se puede ganar mucho dinero, pocos trabajos tienen una remuneración variable tan amplia sujeta a resultados, porque ayudas a los demás a resolver sus problemas, a satisfacer sus necesidades o a cumplir sus ilusiones y sueños. ¡Qué mejor trabajo que ayudar y hacer felices a los demás! Y porque, además, te permite conocer a personas maravillosas, te relacionas con personas fantásticas y descubres la grandeza del ser humano.

Ser vendedor es una profesión fascinante. Una profesión solo para valientes y grandes, no para cobardes, mediocres ni chusqueros.

2. Para vendedores:
«O enamoras o eres barato»

En el entorno comercial actual, visto lo visto, no hay que ser muy listo para reconocer que a las empresas solo les quedan dos posicionamientos si quieren salir adelante: o enamoran a sus clientes o son baratas. El triunfo del low cost ha radicalizado el mercado a estas dos posiciones y aquellas empresas que son correctas, atentas, con un precio competitivo, tienden a desaparecer porque pierden, en un extremo del mercado, a los clientes que valoran una propuesta de valor excelente que, más allá de ser correcta y atenta, enamore, y, en el otro extremo, pierde a los clientes que valoran el precio por encima de todo. Ser tibio no tiene premio.

La revolución low cost no es efímera, ha venido para quedarse, y creo que es así por dos motivos. Por supuesto que la crisis económica y la mayor sensibilidad al precio ha sido la causa principal del nacimiento de estas propuestas, también las nuevas tecnologías han facilitado estos posicionamientos, pero hay otro factor mucho más importante y que no depende de la coyuntura; los consumidores hemos descubierto que lo barato no es necesariamente malo, nos ha sorprendido ver que el café de marca blanca no mata (y que hay alguno que incluso es bueno), nos hemos arriesgado a comprar aparatos electrónicos en category killers y no se han estropeado, hemos volado en compañías low cost cuyos aviones no se caen y preferimos ir dos horas embutidos como un salchichón en los asientos y gastar el dinero disfrutando de una cervecita en la ciudad de destino. Hace pocos años, estaba muy claro el axioma comercial de que lo caro es bueno y de que lo barato es malo, de que los targets altos del mercado compraban productos caros y que los más bajos eran clientes de productos económicos. Estos esquemas se han acabado y los targets altos consumen low cost como los que más, muchos coches de lujo tienen un seguro low cost y en el barrio de Salamanca o Pedralbes se venden muchos productos de marca blanca en los supermercados.

La alternativa de posicionarse en precio no es una deshonra y en muchos casos se ha demostrado muy rentable. Muchas compañías han convertido el precio en su principal herramienta comercial con gran éxito. Otro tema es que algunas empresas aprovechen su poder para maltratar al proveedor, lo cual ocurre, por desgracia, pero merluzos hay en todas partes.

Luchar en el mercado contra estas empresas low cost solo tiene una alternativa: enamorar al cliente, y hacerlo de tal modo que esté dispuesto a pagar más porque entiende que recibe mucho más. Enamorar no quiere decir ser amable o cordial, todo el mundo lo es y el que no lo es ya murió, la crisis se lo llevó por delante. Y hay muchas empresas que no lo han entendido y que siguen moviéndose en la mediocridad. El objetivo es muy simple, no fácil, pero sí muy simple. Si pudiéramos leer la mente de un cliente (todo llegará) cuando sale de una tienda, de un hotel, de un avión o de cualquier establecimiento o página web, en su cabeza solo existen tres posibilidades acerca de lo que opina. Uno: «Vaya churro, no vuelvo más»; dos: «Bien, correcto, normal»; tres: «¡Ole, ole y ole!». El efecto «ole, ole y ole» es el que debería buscar una empresa. Pero párate un momento y piensa, en las últimas semanas, de cuántos sitios has salido pensando que ole, ole y ole con el servicio, el trato o la experiencia. Piensa en bares, farmacias, ópticas, trenes, tiendas de alimentación. Cuántas veces te pareció tan fantástico comprar allí, porque todos ellos tienen el mismo objetivo. Casi todos salimos de los sitios en la posición dos, pensando: «Bien, normal, correcto, profesional», y, por desgracia, eso no asegura que volvamos a comprar; al contrario, fomenta nuestro espíritu mercenario de ir al mejor postor, porque con la cantidad de oferta que hay y la cantidad de tentaciones que tenemos, ante la mediocridad reinante sucumbimos al precio «porque no somos tontos». Al fin y al cabo, los que venden barato no enamoran, pero tampoco te maltratan. Es más, ¡a veces son más amables que los que son más caros!

Muchas empresas se quejan de que conseguir enamorar al cliente y ese efecto «ole, ole y ole» es imposible, que los clientes no valoramos nada, que solo nos importa el precio y que somos muy exigentes, cuando lo que deberían es preguntarse qué están haciendo para lograrlo. Últimamente me ha tocado trabajar con hoteles que pensaban de esta misma manera. Yo hace muchos años que hago una estadística cuando salgo de un hotel; pruébalo. Cuando haces el check-out (el «toma la llave que me largo»), en el 90 % de las ocasiones solo nos hacen dos preguntas . Primera: «¿Ha tomado algo del minibar?» (que traducido sería: «A ver, chorizo, no me estará robando usted, ¿verdad?»). Segunda: «¿Efectivo o tarjeta?» (es decir: «Suelte la molla rapidito»). «¿Ha dormido usted bien?» o «¿Estaba todo a su gusto?» son preguntas de ciencia ficción, y cuando alguno la hace, es un acto formal tan estandarizado que ni siquiera escucha la respuesta. ¿Y así quieren fidelizarnos? Todos los hoteles que conozco están preocupados por la satisfacción de sus clientes, se quejan de que es complicado porque los hoteles son todos muy parecidos y que al cliente, que es un mercenario, solo le interesa el precio, que hay poco que ellos puedan hacer y que la crisis es lo que tiene. Mucho tarado suelto. La primera crisis es de sentido común. ¿Quieres que tus clientes estén satisfechos? Pues quizá sería mejor preguntarles si han dormido bien, que es a lo que van, y si todo estaba a su gusto, y no preguntarles si han robado algo y pedirles que saquen la pasta cuanto antes y no se les ocurra largarse sin pagar. Para fidelizar a un cliente hay que hacer muchísimo más, tiene que salir enamorado, dando saltos y diciendo «¡Ole, ole y ole!»; eso garantiza su lealtad.

Para enamorar a mí se me ocurren tres caminos: producto, proceso y personas. Hay empresas que no tienen contacto con su cliente final y enamorar implica apostar por las dos primeras y a veces con éxito logran que la innovación en producto o proceso provoque grandes flechazos.

Otras compañías pueden jugar las tres variables. Apple es mucho más caro que sus competidores, pero tiene un producto maravilloso, un proceso de compra espectacular y un personal estratosférico que vive la empresa como si fuera suya.

Pero la mayoría no puede diferenciarse por producto o proceso porque sus competidores son muy parecidos y solo puede diferenciarse por las personas. Y ahí es donde entran en juego los comerciales, los vendedores, las personas que están en contacto con el cliente. O enamoras o eres barato.

Diferenciarse por personas es casi siempre la estrategia más efectiva e incopiable. La clave en un bar son los o las camareras, en un hotel los o las recepcionistas y en un avión los o las azafatas. Te puedes volcar en tener un producto fantástico, un proceso espectacular, pero luego se decide todo en la interacción empleado-cliente. Enamorarse es un sentimiento y quien más puede influir en ese «amor», en los sentimientos de un cliente, son las personas de la organización, para bien o para mal. Por eso en las empresas el departamento comercial se parece cada vez más al de recursos humanos. Necesitamos personas que vayan chutadas, que se apasionen por el cliente, con vocación de servicio, que disfruten de su trabajo y contagien al cliente, que sean amables, sonrientes, alegres, profesionales, competentes, entusiastas y trabajadoras. Y no es fácil, nada fácil. Claro que hay que motivar, ayudar, involucrar y cuidar a las personas; muchos jefes no saben qué quiere decir cuidar, por desgracia, pero el 80 % del éxito está en seleccionar bien. Hay un dicho popular que dice: «Nunca intentes enseñar a cantar a un cerdo; pierdes el tiempo y al final enfadas al cerdo». Hay que seleccionar bien a las personas, ese es el punto crítico, hay que fichar a la gente por su actitud, por su cara, por su vocación de servicio, por su amabilidad, por su ilusión, y no tanto por sus estudios, conocimientos o experiencias. Esto es muy importante, mucho, pero la diferencia entre los cracks y los chusqueros está en su actitud. Habría que fichar a la gente por su sentido del humor, y ser cenizo debería ser causa de despido procedente. Tenemos que fichar a personas que provoquen el efecto «ole, ole y ole»; esas son las auténticas con vocación comercial y las que deberían dedicarse a las ventas.