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ALEX SCARROW

TIMERIDERS

TIEMPO DE DINOSAURIOS

Traducción de Àngels Gimeno

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TIMERIDERS

Capítulo 1

Año 2026, Mumbai, la India

Escucharon un ruido sordo que retumbaba por el hueco de la escalera y se les acercaba como una locomotora. De repente se quedaron a oscuras, el aire denso de polvo y de humo. Sal Vikram pensó que se ahogaría con todo aquel polvo y las partículas de yeso que estaba inhalando por la nariz, que le obstruían la garganta y le cubrían el paladar con una pasta espesa y terrosa.

Le dio la impresión de que había transcurrido una eternidad antes de que pudiera volver a verse la luz de emergencia de la pared de las escaleras. Iluminado por la pálida luz color ámbar, advirtió que el tramo inferior de las escaleras estaba totalmente bloqueado por escombros y barras de metal retorcidas. Por encima de ellos, el tramo de escaleras por las que el grupo acababa de descender hacía apenas unos instantes había sido aplastado al desmoronarse las plantas superiores. Vio un brazo extendido que emergía del enredo de vigas y bloques de hormigón hechos añicos, un brazo blanco como el yeso y completamente inmóvil, que se alargaba hacia ella como si le suplicase que lo sujetara o le diera un apretón de manos.

–Estamos atrapados –susurró su madre.

Sal la miró y luego miró a su padre. Éste sacudió la cabeza con vigor y de los finos cabellos se desprendió una cascada de polvo.

–¡No! ¡No estamos atrapados! ¡Vamos a cavar! –Miró a Sal–. Eso es lo que vamos a hacer, cavar. ¿De acuerdo, Saleena?

Ella asintió con la cabeza sin decir nada.

Su padre se giró hacia los demás que estaban bloqueados en la escalera de emergencia con ellos.

–¿De acuerdo? –les dijo–. Tenemos que cavar. No podemos esperar a que nos rescaten…

Su padre hubiese podido añadir algo más, hubiese podido terminar la frase, hubiese podido decir lo que todos estaban pensando: que, si el rascacielos se había desmoronado hasta aquella planta, no había ninguna razón por la que no fuese a derrumbarse sobre sí mismo por completo en poco tiempo.

Sal miró a su alrededor. Reconoció los rostros a pesar de que estaban todos recubiertos de un blanco fantasmagórico por culpa del polvo: el señor y la señora Kumar, que vivían dos apartamentos más allá del suyo; los Chaudri con sus tres hijos pequeños; el señor Joshipura, un hombre de negocios como su padre, aunque soltero, y al que siempre visitaban un montón de novias. Esta noche, al parecer, estaba solo.

Y… otro hombre, quieto debajo de la luz de pared que había detrás de la escalera. Sal no conseguía reconocerlo.

–¡Si nos ponemos a mover cosas, puede que hagamos que el edificio se derrumbe todavía más! –dijo la señora Kumar.

–Tiene razón, Hari –asintió la madre de Sal mientras posaba la mano sobre el antebrazo de su marido.

Hari Vikram se giró para dirigirse a todos ellos.

–Algunos sois lo suficientemente mayores como para acordaros, ¿verdad? ¿Os acordáis de lo que les pasó a los norteamericanos en Nueva York, no? ¿De las Torres Gemelas?

Sal se acordaba de las secuencias que les habían mostrado en la clase de historia. Esos dos edificios altos y majestuosos que resbalaban hacia la tierra y desaparecían entre oscuras nubes grises.

Algunas cabezas asintieron. Todos los que eran lo suficientemente mayores se acordaban, pero ninguno se atrevió a dar un paso hacia delante. Como subrayando la urgencia de la situación, una barra de metal que había encima de ellos se partió y dejó caer sobre sus hombros una pequeña avalancha de polvo y escombros.

–¡Si nos quedamos aquí esperando… moriremos! –gritó el padre de Sal.

–¡Vendrán a salvarnos! –contestó el señor Joshipura–. Los bomberos vendrán pronto…

–No, me temo que no vendrán.

Sal se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz. El viejo al que no había reconocido finalmente había dicho algo.

–Me temo que nadie vendrá a salvarles –repitió, esta vez con un tono de voz más suave.

Tenía un acento occidental, inglés o norteamericano, y a diferencia de todos los demás, no estaba cubierto de polvo.

–No tendrán tiempo. A este edificio le quedan menos de tres minutos antes de que cedan los puntales de soporte del suelo bajo nuestros pies. Ello, unido al peso de los pisos superiores que ya se han derrumbado, bastará para que la Palace Tower se desplome, por completo.

Observó a todos los que tenía a su alrededor, los ojos atónitos de los adultos y los de los niños todavía más.

–Lo siento de veras, pero ninguno de ustedes sobrevivirá.

En el hueco de la escalera la temperatura aumentaba. Un piso más abajo, las llamas habían tomado posesión del edificio y el calor que emitían estaba reblandeciendo el acero de las vigas del rascacielos. A su alrededor retumbaban y resonaban profundos gemidos.

Hari Vikram observó por un momento al desconocido; no se le escapó el detalle de que fuese el único que no estaba cubierto por una gruesa capa de polvo de yeso.

–¡Un momento! Usted está limpio. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Es que hay otra salida?

–No –dijo el viejo negando con la cabeza.

–Pero… ¡antes de que el suelo se derrumbase usted no estaba con nosotros! Tiene que haber alguna otra salida…

–Acabo de llegar –contestó el hombre– y tengo que marcharme pronto. En realidad, no tenemos demasiado tiempo.

La madre de Sal avanzó hacia él.

–¿Marcharse? ¿Cómo? ¿Acaso puede…, puede ayudarnos?

–Puedo ayudar sólo a una persona. –Su mirada se detuvo al llegar a Sal–. A ti…, Saleena Vikram.

Sal sintió que todos los pares de ojos que había en la escalera se posaban sobre ella.

–Toma mi mano –dijo el hombre.

–¿Quién es usted? –preguntó su padre.

–Soy la única salida que existe para su hija… Si toma mi mano vivirá… Si no, morirá con el resto de ustedes.

Uno de los niños comenzó a llorar. Sal le conocía; les había hecho de canguro a los hijos de la familia Chaudri. Tenía nueve años y estaba aterrorizado, agarraba fuertemente con ambas manos su juguete preferido –un oso de peluche con un solo ojo–, como si el oso fuese su propio billete de salida.

Otro profundo crujido que procedía de las barras de soporte estructurales hizo eco a través del pequeño espacio del hueco de la escalera, como el lamento afligido de una ballena moribunda o la vibración de un barco que se hunde. El aire viciado a su alrededor, ya caliente, se estaba convirtiendo en casi demasiado doloroso de respirar.

–Tenemos poco más de dos minutos –anunció el hombre–. El calor del fuego está provocando que la estructura del edificio se deforme. La Palace Tower se derrumbará directamente sobre sí misma para empezar y después caerá lateralmente sobre el centro comercial que hay debajo. En ciento veinte segundos, cinco mil personas habrán muerto. Mañana las noticias no hablarán más que sobre los terroristas que causaron esto.

–¿Quién…, quién es usted? –volvió a preguntar su padre.

El hombre, que parecía mayor, de más de cincuenta o sesenta años, avanzó hacia él a través del grupo de personas que se encontraban allí, con la mano extendida hacia Saleena.

–No tenemos tiempo. Tienes que tomar mi mano –la apremió.

Su padre le bloqueó el paso.

–¿Quién es usted? ¿Cómo ha conseguido llegar hasta nosotros?

El viejo se giró para mirarle.

–Lo siento. No tenemos tiempo. Le basta con saber que he llegado hasta aquí… y que puedo marcharme con la misma facilidad.

–¿Cómo?

–El cómo no es importante…, simplemente, puedo hacerlo. Y sólo puedo llevarme a su hija… Sólo su hija puede venir conmigo.

El hombre le echó un vistazo a su reloj de pulsera.

–Ahora sí que queda muy poco tiempo, un minuto y medio.

Sal observó la expresión tensa en el rostro de su padre, su mente trabajaba con la eficiencia de un hombre de negocios. No había tiempo para el cómo ni para el porqué. El parpadeo de las llamas que ascendían desde las escaleras bloqueadas que había debajo de ellos producía sombras danzarinas a través del aire lleno de polvo.

Hari Vikram se echó a un lado.

–¡Pues llévesela! ¡Tiene que llevársela!

Sal levantó la mirada hacia el hombre, asustada por su extrañeza y con pocas ganas de darle la mano. No es que ella creyese en las cosas del más allá, ni en los dioses hindúes, ni en ángeles ni demonios…, pero por alguna razón aquel hombre mayor parecía no ser de este mundo. Parecía una aparición. Un fantasma.

Su padre le agarró la mano, enfadado.

–¡Saleena, tienes que irte con él!

Ella miró a su padre, a su madre.

–¿Pero p–por qué no podemos ir todos?

El hombre sacudió la cabeza.

–Sólo tú, Saleena. Lo siento.

–¿Por qué? –Sal se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas que le resbalaban por las mejillas le dibujaban surcos oscuros en el rostro lleno de polvo.

–Porqué tú eres especial –le dijo el hombre–. Por eso.

–¡Por favor, llévese también a mis hijos! –gritó la señora Chaudri.

El viejo se giró hacia ella.

–No, no puedo. Ojalá pudiese…, pero no puedo.

–¡Por favor! ¡Por favor! ¡Son tan jóvenes, más jóvenes que esta niña! Tienen toda la vida por delante…

–Lo siento, yo no soy quien escoge. Sólo puedo llevarme a Saleena.

Sal sintió las manos de su padre sobre los hombros. Éste la empujó sin miramientos hacia el desconocido.

–¡Llévesela, llévesela ahora!

–¡Papá! ¡No!

–¡Llévesela ahora!

–¡No! No…

Se escuchó un profundo rugido y notaron que el suelo temblaba bajo sus pies.

–No tenemos más que segundos –dijo el hombre–. ¡Date prisa!

–¡Saleena! –gritó el padre– ¡Tienes que irte con él!

–¡Papá! –chilló ella. Se giró hacia su madre–: ¡Por favor, no puedo!

El hombre se inclinó hacia delante hasta donde estaba ella y le tomó la mano. Tiró de ella hacia él, aunque Sal instintivamente se quejó y retorció la mano para liberarse de la fuerza con la que la agarraba aquel extraño.

–¡No! –bramó.

El profundo rugido se hizo más potente y el suelo comenzó a temblar, a la vez que cascadas de polvo y suciedad caían por encima de sus cabezas y llenaban el aire que había a su alrededor.

–Eso es todo –determinó el hombre–. Ha llegado el momento. ¡Saleena…, puedo salvarte la vida si vienes conmigo!

Ella le miró. Parecía una locura que pudiese hacerlo, pero por alguna razón le creyó.

–Tus padres quieren que te salve.

Sus ojos tenían una mirada tan intensa, parecían tan ancianos.

–¡Sí! –gritó su padre por encima del estruendo cada vez mayor–. ¡Por favor, llévesela ahora mismo!

Detrás del cuerpo poco voluminoso de su padre, la madre de Saleena gritaba y alargaba los brazos para abrazarla por última vez. Su padre la agarró con fuerza y la detuvo.

–¡No, amor mío! ¡Tiene que marcharse!

La señora Chaudri empujó a sus hijos hacia el hombre.

–Por favor, deles la mano a ellos también, deles la mano.

El suelo tembló bajo sus pies, se tambaleó hacia un lado.

De repente Sal notó una sensación de vértigo, como si estuviese en caída libre.

«¡Ya está, se está derrumbando!»

Entonces el suelo se quebró bajo sus pies y dejó ver un océano de turbias llamas que se arremolinaban; era como estar contemplando el mismo infierno. Y la última cosa de la que se acordaba era haber visto cómo aquel oso tuerto se caía a través de una amplia brecha que había en el suelo de la escalera hacia el fuego que había debajo.

Capítulo 2

Año 2001, Nueva York

Sal se sentó erguida en su litera, con la respiración entrecortada y las mejillas húmedas por las lágrimas.

«Otra vez la pesadilla.»

En el arco reinaban la quietud y el silencio. Podía oír a Maddy roncando en la litera de abajo y a Liam gimoteando palabras absurdas con su suave acento irlandés mientras se movía nerviosamente en la litera de enfrente.

Desde el otro lado del arco llegaba el tenue reflejo de una débil lámpara que iluminaba la mesa de comedor de madera y el extraño surtido de viejos sillones que la rodeaban. Y, a lo largo del banco de equipamiento informático que había en el otro costado, las luces LED parpadeaban y los discos duros emitían un suave zumbido. Uno de los monitores permanecía encendido; Sal podía ver que el sistema informático del ordenador estaba haciendo una desfragmentación de rutina y ordenando archivos de datos. Aquel aparato no dormía nunca.

No, no aquel aparato… Aquél ya no era un simple ordenador. Ahora era Bob.

Incapaz de volver a dormirse, bajó de la litera de arriba. Maddy se movía en sueños y Liam también parecía estar inquieto; pueden que también ellos estuviesen reviviendo sus últimos momentos: el hundimiento del Titanic para Liam y el avión condenado a estrellarse de Maddy. Las pesadillas les visitaban demasiado a menudo.

Sal atravesó el arco de puntillas, descalza sobre el frío suelo de cemento, y se sentó de rodillas en una de las sillas, colocándose encima de sus pies para calentárselos. Puso la mano sobre el ratón del ordenador y abrió una ventana de diálogo. Sus uñas teclearon suavemente sobre el teclado:

>Hola, Bob.

>¿Eres Maddy?

>No, soy Sal.

>Son las 2:37 de la madrugada. ¿No puedes dormir, Sal?

>Pesadillas.

>¿Estás recordando tu reclutamiento?

El reclutamiento, así es como lo llamaba el viejo Foster, como si ella hubiese tenido de verdad la posibilidad de escoger en el asunto. La vida o la muerte. Toma mi mano o conviértete en puré debajo de este rascacielos que se está hundiendo. Se encogió de hombros. «Vaya condenada elección.»

>Eso, mi reclutamiento.

>Te acompaño en el sentimiento, Sal.

–Gracias. –Lo susurró en el micro del ordenador, le daba demasiada pereza seguir tecleando. De todas formas era más probable que el clic-clic del teclado que hacía eco por el arco molestase más a los demás que ella hablando en voz baja.

–Les echo mucho de menos, Bob.

>¿Echas de menos a tu familia?

–A mamá y a papá –suspiró ella–. Parece que hayan pasado años.

>Has estado en el equipo durante 44 ciclos temporales, 88 días para ser exactos, Sal.

Ciclos temporales: aquella burbuja de tiempo de dos días que transcurría y luego volvía a comenzar para ellos, la que les mantenía de forma constante a ellos y a su campamento base en el diez y el once de septiembre del 2001, mientras el mundo que había fuera continuaba su marcha con normalidad.

Fuera…, fuera estaba Nueva York, Brooklyn para ser más exactos. Las calles que ahora empezaba a conocer tan bien. Igual que las personas con las que mantenía conversaciones, personas que nunca iban a acordarse de ella: la señora china de la lavandería, el iraní dueño de la tienda de comestibles de la esquina. Cada vez que le hablaban era, para ellos, la primera vez, una cara nueva, un nuevo cliente a quien saludar con simpatía. Pero ella ya los conocía, sabía qué iban a decir, lo orgullosa que estaba la señora china de su hijo, lo enfadado que estaba el comerciante iraní con los terroristas que habían bombardeado su ciudad.

Aquella mañana era martes, 11 de septiembre, el segundo día del ciclo temporal destinado a ponerse a cero hasta el infinito. En poco menos de seis horas el primer avión se estrellaría contra las Torres Gemelas y Nueva York y todos sus habitantes cambiarían para siempre.

–¿Qué estás haciendo, Bob?

>Recopilación de datos. Mantenimiento del disco duro. Y leer un libro.

–¿Ah, sí? Guay. ¿Qué estás leyendo?

Una página de texto apareció en la pantalla. Sal vio algunas palabras individuales que se encendían momentáneamente una detrás de la otra en una rápida sucesión de parpadeos a medida que Bob leía mientras hablaba con ella.

>Harry Potter.

Sal se acordaba de haber visto las viejas películas filmadas durante la primera década del siglo. A ella no le entusiasmaban demasiado, pero a sus padres les habían gustado cuando eran niños.

–¿Te gusta?

Bob no contestó de inmediato. Sal notó que el parpadeo de las palabras iluminadas en la página abierta del texto que había en la pantalla se detenía de repente y que el suave zumbido de los discos duros que giraban cesaba durante unos instantes. Formarse una opinión… Eso era algo que a Bob se le hacía difícil. Requería la completa capacidad del sistema informático para poder formular, o más bien simular, algo tan simple como una emoción humana…, una preferencia. Saber si algo le gustaba o no le gustaba.

Al fin, pasados unos segundos, Sal escuchó que los discos duros volvían a emitir un suave zumbido.

>Me gusta mucho la magia.

Sal sonrió al darse cuenta de los muchos terabites de potencia informática que había requerido aquella información tan simple. Si hubiese habido en todo su ser una pizca de mezquindad hubiese podido preguntarle qué color combinaba mejor con el violeta o si sabía mejor el chocolate o la vainilla. Habría bloqueado el sistema durante horas mientras Bob navegaba a través de infinitas espirales de decisiones para finalmente concluir que era incapaz de ofrecer una respuesta válida.

Pobre Bob. Un verdadero genio a la hora de obtener, contrastar y procesar información, pero no le pidas que escoja un postre del menú.

Capítulo 3

Año 2001, Nueva York

Lunes (ciclo temporal 45)

Ya hemos reparado la mayor parte de los daños que ocurrieron en el arco después de la última contaminación temporal: hemos rellenado los agujeros de las paredes, hemos sustituido la puerta de la habitación de atrás por una más resistente. Además, hemos instalado un generador de emergencia nuevo. Vinieron a instalarlo unos operarios y tuvimos que esconder parte del equipamiento del portal temporal para que no lo viesen. Cuando preguntaron acerca de todas las pantallas de ordenador que había sobre la mesa, Maddy les dijo que éramos programadores de videojuegos. Creo que se lo creyeron.

Se trata de un generador mucho más potente y más de fiar que el último trasto que teníamos. Aunque, jahulla, espero que no tengamos que utilizarlo.

También tenemos un viejo monitor de TV, un reproductor de DVD y una de esas máquinas Nintendo. A Liam le encantan los juegos. Se vuelve loco con un juego de lo más bobo con unos personajes ridículos que conducen karts mientras se lanzan bananas los unos a los otros.

Chico tenía que ser.

Maddy dice que tenemos que hacer crecer una nueva unidad de apoyo, un nuevo Bob. Para estar preparados en caso de que llegue otro cambio temporal del que tengamos que encargarnos. Aunque el nuevo Bob no será del todo nuevo. El cuerpo sí lo será, pero Maddy dice que podremos volver a cargar toda la inteligencia artificial de Bob en la unidad y que él será exactamente como era antes… y no la criatura ameba que cayó la última vez del cilindro de crecimiento haciendo plaf. Lo cual es un descanso. ¡Bob era tan tonto cuando nació!

Hemos arreglado los cilindros de crecimiento. Algunos resultaron dañados por esas criaturas que nos invadieron, pero ahora funcionan todos y los hemos llenado con esa maloliente solución proteica en la que flotan los fetos. Tuvimos que robar un montón de esa bazofia del banco de sangre de un hospital. Utilizan una especie de sangre falsa, el plasma ese, pero con un brebaje de vitaminas y proteínas añadido.

De verdad, parecen mocos. Pero peor, porque huele a vómito.

Sin embargo, lo que todavía no tenemos son los fetos. Al parecer no podemos ir y agarrar uno cualquiera, sino que se crean mediante ingeniería genética en algún lugar del futuro…

* * *

Maddy miró a Liam.

–¿Estás preparado?

–Esto, sí –contestó él, que temblaba detrás de ella y sólo llevaba puesto unos calzoncillos a rayas. En la mano tenía una bolsa llena de ropa cerrada herméticamente.

Ella le echó un vistazo a su propio cuerpo, que temblaba debajo de la camiseta.

–Puede que un día tengamos tiempo para inventar algo que caliente el agua antes de que saltemos dentro.

–Sí, seguro.

Maddy subió por los escalones que había junto al cilindro de plexiglás y miró hacia el agua fría. Acababan de llenarlo con agua del grifo. Se sentó en el último escalón que había junto al borde del cilindro y sumergió los dedos de los pies.

Una salida mojada, ése era el protocolo. Para asegurarse de que nada más que ellos y el agua en la que flotaban se enviaba hacia atrás en el pasado. Para que no viajase ningún pedazo de suelo, de moqueta, de cemento ni de cable que no tuviese una razón válida para existir en el pasado.

–¡Oh, Jesús! ¡Está congelada!

Liam se puso en cuclillas junto a ella.

–Genial.

Maddy se encogió de hombros y miró a Sal, que estaba sentada frente al ordenador.

–¿Cuánto falta para la salida?

–Poco más de un minuto.

–Bueno –dijo Liam metiéndose en el agua con cuidado y respirando de forma entrecortada mientras lo hacía–. ¿Estás segura de esto?

–Ajá.

No, no lo estaba. No estaba segura de nada. El viejo, Foster, la había dejado al mando. La había dejado encargada de dirigir este equipo y de este campamento base a pesar de que apenas habían sobrevivido a su primer roce con la contaminación temporal. Con todo lo que contaba ahora para que la ayudase era con Bob convertido en ordenador y una carpeta de datos que había en su disco duro con un archivo llamado «Preguntas que seguramente querrás hacer».

«¿Cómo hacemos crecer nuevas unidades de apoyo?» era el nombre de uno de los primeros archivos que había encontrado en la carpeta cuando había hurgado en ella pocas semanas atrás. Lo más importante había sido poner en funcionamiento los cilindros de crecimiento y poner en marcha uno de esos clones. Cuando hizo clic en el icono apareció una imagen del rostro de Foster mirándola desde el monitor mientras se dirigía a la cámara web. Parecía diez, o tal vez veinte años más joven que aquella mañana en la que le había dicho que ella estaba preparada, le había deseado suerte y se había marchado de Starbucks dejándola a cargo de todo.

El Foster de la pantalla no parecía tener más de cincuenta años.

–Bueno –empezó diciendo éste mientras ajustaba el cable flexible para colocarse el micrófono delante de la boca–. Habéis abierto este archivo. Lo que significa que habéis sido poco cuidadosos, vuestra unidad de apoyo ha sido destruida y ahora necesitáis crear una nueva.

A continuación, Foster impartía instrucciones detalladas sobre el mantenimiento y la alimentación, y sobre cómo funcionaban los cilindros de crecimiento. Por último, hacia el final de la entrada en el registro, estaba el fragmento que habían estado buscando.

–Así pues…, bueno, los clones crecen a partir de una reserva de fetos humanos creados por ingeniería genética. Voy a asumir que habéis utilizado hasta el último de los especímenes que se guardan en la nevera del campamento base y que ahora necesitáis más.

A ver, no podía decirse exactamente que los hubiesen utilizado; todos los que estaban en una fase intermedia de crecimiento habían perecido en los tubos, envenenados por sus propios residuos líquidos porque las bombas hidráulicas, que funcionaban con energía eléctrica, se habían estropeado. Los cuerpos pálidos, sin vida, sin cabello –formas gelatinosas que iban desde algo que Maddy podía sostener en la palma de la mano hasta el cuerpo de un niño de ocho o nueve años– habían tenido que ser desechados. Tuvieron que sacarlos de los cilindros, lastrarlos y lanzarlos al río. Una experiencia que por nada del mundo querría repetir jamás.

–La buena noticia es que hay más. Existe un suministro de fetos candidatos viables, todos ellos creados por ingeniería genética con un microchip procesador de silicio que ya está incrustado en su cavidad craneal. Están preparados para crecer hasta llegar a término y, por supuesto, vienen con un código básico de aprendizaje de inteligencia artificial preinstalado.

El Foster del monitor de la pantalla sonrió con timidez.

–Si habéis sido listos, habréis conseguido rescatar el chip de vuestra última unidad de apoyo y preservar su inteligencia artificial…

Maddy asintió con la cabeza.

Claro.

En realidad, fue Liam quien se encargó de hacer el trabajo sucio.

–… así que cualquier unidad de apoyo nueva no necesita comenzar desde cero como una ameba, y podéis cargarle la inteligencia artificial presente en el sistema del ordenador. Bueno, tal como os he dicho, la buena noticia es que tenemos más, pero la mala noticia es que no os los traerán a la puerta de casa… como…, como si fuesen unas pizzas… Me temo que tendréis que ir y conseguirlos vosotros mismos.

Sal les advirtió que quedaban treinta segundos y la mente de Maddy retornó al agua helada del cilindro de desplazamiento. Se sumergió junto a Liam despacio y resoplando por culpa del frío.

–¡Oh, está con-congelada! ¿Cómo pue-e-des aguantartarlo? –le preguntó a Liam con los dientes que le castañeteaban.

Él le dedicó una sonrisa que parecía una mueca.

–Bueno, no es que pueda escoger demasiado, ¿no?

–¡Veinte segundos! –gritó Sal.

–¿Me recuerdas a qué año dijiste que íbamos? –preguntó Liam.

–Te-te lo he dicho: a 1906. En San Francisco.

Liam juntó las cejas por un instante, concentrándose.

–Espera un momento…, ¿ése no fue el año en el que..?, ¿en el que…?

–¿Sí?

–Me acuerdo de mi padre leyendo la noticia en el Irish Times, es el año en el que…

–Quinces segundos.

Maddy se soltó del borde del cilindro de plexiglás y comenzó a mover las piernas en el agua para mantenerse a flote.

–Liam, ahora tienes que hundirte del todo.

–Ya lo sé. De verdad que odio esta condenada parte del viaje.

–Será mejor que Sal y yo te en-enseñemos a nadar un día de éstos, ¿no?

–¡Diez segundos!

–¡Oh, Madre de Dios!, ¿por qué los viajes en el tiempo tienen que hacerse precisamente de esta manera? Y, para empezar, ¿por qué el tipo ese, Waldstein, tuvo que ser tan estúpido como para inventar esta gilipollez de los viajes a través del tiempo?

–Si quieres echarle la culpa a alguien… e-échasela al chino ese, como se llame, que lo descubrió todo por primera vez.

Liam asintió con la cabeza.

–¡Ah, bueno, él también!

–Cinco segundos –gritó Sal.

–Ahora de verdad que tienes que meter la cabeza.

Maddy posó la mano encima de la cabeza de Liam.

–¿Quieres que te hunda?

–No, yo solo ya… yo ya…, ¡Está bien!

Liam se llenó los pulmones de aire y se tapó la nariz con la mano que tenía libre.

–Nos vemos en el otro lado –le dijo ella mientras le hundía bajo la superficie del agua. Luego tomó aire y ella también se sumergió.

«¡Oh, Jesús!… Allá vamos.»

Era su primera vez. La primera vez que Maddy viajaba al pasado sin contar con su reclutamiento en el 2010. Había estado demasiado ocupada comprobando que las coordenadas fuesen las correctas, organizando el sello del tiempo del portal de regreso, comprobando que Sal hubiese sacado del viejo armario que había en la habitación de atrás ropas adecuadas para ellos, asegurándose de que se acordaba de los detalles de la misión… Demasiado ocupada con todas estas cosas para darse cuenta de lo terriblemente asustada que estaba ante la posibilidad de ser empujada fuera del espacio-tiempo, a través del espacio caos –y sólo Dios sabe lo que será eso–, para volver a emerger en la realidad del espacio-tiempo de casi cien años atrás.

Abrió los ojos bajo el agua y vio la silueta borrosa del escuálido cuerpo de Liam dando bandazos presa del pánico. A su alrededor vio burbujas que zigzagueaban hacia arriba, vio la pálida luz de la mesa del ordenador a través del plástico lleno de arañazos del tubo, la débil silueta de Sal… y entonces…

… Entonces percibió que se estaban cayendo, que estaban dando tumbos en la oscuridad.

Capítulo 4

Año 2015, Texas

–Okey, estudiantes, dentro de muy poco vamos a llegar al Instituto, así que quiero que todos os comportéis lo mejor que sepáis –dijo el señor Whitmore rascándose sin darse cuenta la escuálida barba blanca y negra de pocos días que le rodeaba la boca. Él la consideraba una barba crecida, aunque nadie más lo hiciese–. Y estoy seguro de que así lo haréis –añadió.

Edward Chan suspiró y miró por la amplia ventana del autocar hacia los matorrales que flanqueaban la autopista. Fuera de la comodidad del autocar con aire acondicionado, se trataba de otro día de un calor abrasador en Texas. Caluroso y luminoso. Dos cosas que él odiaba. Él prefería de largo su oscura habitación en su casa en Houston, con las cortinas corridas y una lámpara ultravioleta que hacía que los pósteres de manga que había en las paredes pintadas de negro resplandeciesen como los carteles de luces alógenas de una discoteca guay.

Oscura, fresca y tranquila. Un lugar lejos del ruido incesante de los otros muchachos, la risa estridente de los grupos de chicas. Las chicas de la escuela secundaria siempre parecían andar en grupos. Grupos maliciosos y malvados que se reían, cuchicheaban y señalaban con el dedo. Y los chicos… Si eso fuese posible, ésos eran todavía peores. Estaban los superdeportistas –los machos alfa– gritones, descarados, buenísimos en los deportes, que rezumaban confianza en sí mismos, con rap pandillero silbando por los auriculares de sus iPods y chocando esos cinco los unos con los otros sin motivo alguno. Chicos que lucían un moreno dorado, el pelo rubio como el trigo y los ojos azules, de quienes ya se sabía que pasarían con toda facilidad por el instituto, la universidad y la vida… Sin preguntarse jamás si alguien estaría cuchicheando a sus espaldas, riéndose de ellos, señalándoles.

Ése era el sistema tribal en la escuela: las chicas –pandillas de clones de Hannah Montana dadas a la risa tonta–, los superdeportistas, que se pavoneaban en sus pandillas de amantes del rap más agresivo… y una tercera y última categoría, los que eran como Edward Chan: los bichos raros. Los chicos solitarios, los emos, los fanáticos de la informática, las mentes brillantes pero sin don de gentes: los ejemplares que no encajaban y que rompían los moldes del instituto.

Su padre siempre estaba diciéndole que eran los bichos raros los que acababan haciendo grandes cosas. Eran los bichos raros los que acababan convirtiéndose en millonarios puntocom, en inventores famosos, directores de películas, estrellas de rock…, incluso en presidentes. Los superdeportistas, por otra parte, acababan trabajando de agentes inmobiliarios o como gerentes de una sucursal de los almacenes Wal-Mart. Y las Hannah Montanas acababan convirtiéndose en mamás y amas de casa cada vez más gordas, aburridas y solitarias.

Delante del autocar, Edward divisó un pálido grupo de edificios que surgían del monótono paisaje de color ocre, y poco después el autocar aminoró la marcha y se detuvo en un control de seguridad. Los otros chicos que había en el autocar, unos treinta, todos un par de años mayores que Edward, comenzaron a agitarse en sus asientos dando pequeños botes, alargando el cuello para mirar hacia los guardias de seguridad armados y, más allá, los edificio del laboratorio.

–Por favor, quedaos sentados un momento, chicos –dijo el señor Whitmore por la megafonía del autocar.

Edward alargó el cuello para mirar por encima del apoyacabezas del asiento de enfrente. Vio como un hombre subía por las escaleras del autocar. Un señor elegante que llevaba un traje de lino de color claro. Le dio la mano al señor Whitmore, el director de la escuela que acompañaba a los estudiantes.

–Bueno, chicos, voy a pasarle la palabra al señor Kelly, que trabaja aquí en el Instituto. Él es quien nos va a enseñar hoy las instalaciones.

El señor Kelly agarró el micrófono que le alcanzó Whitmore.

–Buenos días, chicos y chicas. En primer lugar quiero daros la bienvenida al Instituto. Es un honor para nosotros recibir vuestra visita. Según tengo entendido, vosotros, chicos, habéis sido seleccionados por vuestras respectivas escuelas para venir hoy aquí porque sacáis sobresaliente en todo, ¿verdad?

Whitmore negó con la cabeza.

–No exactamente, señor Kelly. «Estudiantes con mejor rendimiento.» Es decir, éstos son los chicos y chicas que han demostrado un mayor incremento en su rendimiento académico. Los estudiantes que han demostrado de forma más evidente su voluntad de aprender. En este autocar existe una diversidad de niveles y de habilidades académicas de escuelas de todo el país, pero lo que todos tienen en común es la subida espectacular de las notas que han obtenido en los exámenes de fin de año. Estos estudiantes son los que han trabajado más duro para superarse a sí mismos.

El rostro bronceado del señor Kelly quedó partido por una amplia sonrisa.

–Fantástico, aquí nos encantan los que quieren superarse. Los que están dispuestos a salir a buscar lo que quieren. No me sorprendería si uno o dos de los que estáis ahora en este autobús terminasen trabajando aquí para nosotros algún día, ¿eh?

Una risa educada se esparció por las hileras del autocar.

El autocar avanzó despacio por una larga vía de entrada flanqueada por setos recién cortados, húmedos gracias al agua de los aspersores.

–De acuerdo, chicos, pronto llegaremos a la zona de acogida de visitantes, donde podréis bajar. Os hemos preparado algunos refrescos para antes de empezar el recorrido por las instalaciones. Yo seré vuestro guía durante el día de hoy y os pido que si, mientras estoy hablando, tenéis cualquier pregunta que hacerme, por favor no tengáis miedo de levantar la mano y preguntar. Queremos que le saquéis el máximo partido al día de hoy…, que entendáis cuál es nuestro trabajo aquí y lo importante que es para el medio ambiente.

Edward miró por la ventana a medida que el autocar se acercaba a un parterre decorativo y lo rodeaba despacio. En el medio, enmarcado por un arreglo de crisantemos de un amarillo intenso, había un letrero que decía: «Bienvenidos al IIET»: el Instituto de Investigación avanzada para la Energía de Texas.

Capítulo 5

Año 1906, San Francisco

–¡Eh! No te des la vuelta, todavía no estoy lista –le soltó Maddy, irritada.

Liam se quedó donde estaba, de frente a la mugrienta pared de ladrillos rojos que tenía delante. La callejuela apestaba a pescado podrido y él se preguntó si ese olor iba a quedársele pegado todo el día si se quedaban demasiado rato en aquel lugar.

–¿Todavía no estás lista? –preguntó él.

Maddy le respondió entre dientes.

–Es por culpa de todas estas malditas cintas y ganchos y botones y cosas, ¿cómo narices conseguían vestirse las mujeres en aquella época?

Él giró un poco la cabeza para mirar al final de la callejuela. Parecía abrirse a una calle muy concurrida. Vio pasar traqueteando varios carruajes de caballos y hombres vestidos como él: fracs de color gris, chalecos abrochados, camisas de cuello alto y sombreros de copa, boinas y bombines. Muy parecido a lo que hubiesen llevado un domingo por la mañana los hombres más elegantes de Cork. Las ropas que habían encontrado en la habitación de atrás parecían totalmente auténticas. Había otro par de disfraces polvorientos allí dentro; Sal dijo algo sobre que eran para el otro punto de apoyo para el descenso: en otro lugar, en otro tiempo.

–Oh, caray… Bueno, así ya vale –dijo Maddy, irritada.

–¿Ya puedo darme la vuelta?

– Sí…, pero tengo una pinta ridícula.

Liam se dio la vuelta y abrió los ojos como faros.

–¿Qué pasa? –dijo ella con suspicacia–. ¿Qué ocurre conmigo? ¿Qué me he puesto mal?

–¡Nada! No es nada…, es sólo que…

Maddy le miró con el ceño fruncido por debajo del sombrero de ala ancha coronado con un penacho de plumas de avestruz blancas. El cuello esbelto estaba adornado con una cinta que descendía por el centro de un corpiño muy ceñido e intrincadamente bordado. Se le veía una cintura de avispa, y por debajo de ésta la falda se ensanchaba y caía al suelo cubriendo modestamente cualquier señal de sus piernas.

Maddy se puso las manos –recubiertas por inmaculados guantes blancos hasta la altura del codo– en las caderas.

–¿Liam?

Él sacudió la cabeza.

–Es que pareces tan…, tan…

–¡Suéltalo ya!

–Es que pareces…, bueno, pareces una dama, sí que lo pareces.

Por un momento Liam pensó que ella se le acercaría y le daría un puñetazo en el brazo, cosa que hacía a menudo. En lugar de eso, Maddy se puso un poco colorada.

–¿Ah, sí…, de verdad?

–De verdad –Liam le sonrió–. ¿Y yo? ¿Qué tal estoy yo?

Maddy sonrió.

–Bueno, pareces un idiota.

Liam se quitó el sombrero de copa de la cabeza.

–Ah, es esto, ¿verdad que sí? Me hace sobresalir las orejas como si fuesen un par de asas de una taza.

Ella se rió.

–No te preocupes, Liam, evidentemente aquí está de moda, no vas a ser la única persona que lleve uno.

–En casa llevábamos sobre todo gorras de lana con visera o gorras de campaña, si se te ocurría llevar un sombrero de copa o un bombín te arriesgabas a que algún bromista intentase hacer que se te cayese de la cabeza.

Ella le señaló, haciendo caso omiso de su salida, reemplazando su sonrisa con una expresión de «vamos a ponernos a trabajar»:

–¿Qué hora marca tu reloj? –le preguntó.

Liam se sacó del bolsillo del chaleco la adornada pieza de relojería.

–Pasan siete minutos de las once de la mañana.

–De acuerdo, será mejor que nos pongamos en marcha. La ventana de regreso se abre otra vez aquí dentro de cuatro horas.

–Tienes toda la razón. ¿Queda lejos?

–Creo que no demasiado. Hay que tomar la calle Merrimac y después subir por la calle Cuarta hasta la calle Mission… Luego hay que andar un poco por esa calle hasta la calle Segunda. Calculo que… ¿unos diez minutos?

Liam dio un paso adelante alejándose del muro de ladrillos, las cajas de basura desparramadas por el suelo y el hedor de pescado podrido. Con una amplia sonrisa burlona le ofreció el brazo a Maddy.

–¿Vamos, señora?

La expresión de ella se suavizó y la mano enguantada de blanco le tomó del brazo.

–Por supuesto, señor Darcy. Todo un placer, no cabe duda.

Salieron de la oscuridad del callejón hasta la calle Merrimac y de inmediato Maddy notó que se quedaba boquiabierta….

«Dios mío –se dio cuenta en aquel preciso instante–. En este momento estoy físicamente metida dentro de la historia.»

Merrimac era una calle concurrida con el tráfico tanto peatonal como rodado de media mañana, la mayoría eran carruajes de caballos que transportaban mercancías desde el muelle hasta el otro lado de la calle. Alineados a lo largo del muelle, Maddy distinguió barcos de vapor que llenaban el cielo azul con columnas de humo de carbón y vapor, y él advirtió la frenética actividad de las mercancías que se cargaban y descargaban de los mismos.

–Esto es fantástico –se rió fascinada–, esto es como estar en una película. Es igual que el principio de Titanic

Liam la miró, enfadado.

–¿Es que hicieron una película sobre el Titanic?

La sonrisa se borró del rostro de Maddy y se convirtió en una mueca de culpabilidad.

Liam negó con la cabeza y suspiró.

–Murió un montón de buena gente, y todo… ¿para qué? ¿Para acabar convirtiéndose en parte de un show con lucecitas cien años después?

Maddy se encogió de hombros.

–Me imagino que sí…, pero la verdad es que la película era muy buena, los efectos especiales eran fantás…

La dura mirada de reojo de Liam la hizo callar.

–No tiene importancia.

Giraron a la izquierda en dirección a la calle Cuarta, esquivando a su paso varios montones de estiércol de caballo. La calle Cuarta estaba un poco más concurrida, pero nada comparado con Mission. Se trataba de una calle ancha, de unos treinta metros, repleta de carros y peatones y con vías por las que traqueteaban tranvías cargados de pasajeros, que hacían sonar sus campanas para abrirse paso entre los peatones. Los pasajeros viajaban tanto en el interior como precariamente colgados en la parte de atrás.

–¡Oh, Dios mío, esto es impresionante! –dijo Maddy, fascinada.

Liam le dio un apretón en el brazo.

–Chist…, pareces una turista.

La calle Mission estaba flanqueada por edificios de ladrillo de cinco y seis plantas, almacenes, oficinas, fábricas, bancos y bufetes de abogados. Maddy advirtió un edificio alto de unos quince, puede que veinte pisos de altura, que dominaba el horizonte y que parecía una versión en miniatura del edificio Empire State.

–No sabía que en aquella época ya existiesen los rascacielos…, quiero decir…, ¡en esta época!

Liam asintió con la cabeza.

–No teníamos nada así en Irlanda –negó con la cabeza tristemente–. ¿Y me has dicho que todo esto va a quedar completamente destruido?

–Así es. Mañana por la mañana, el 18 de abril, se producirá el gran terremoto de California. Según nuestra base de datos histórica, la mayor parte del centro quedará destruida por el terremoto… Y a continuación, el incendio que éste provocará arrasará la mayor parte de lo que quede en esta zona…, los distritos cuarto y quinto.

–¡Jesús! Eso es una verdadera pena, sí que lo es –Liam frunció el ceño por un instante–. Pero espera un momento, me parece un poco estúpido que la agencia haya escogido este lugar y este momento para almacenar nuestras reservas si todo está a punto de ser destruido por completo.

–¡Pero claro, genio! –dijo Maddy con una expresión burlona y poniendo los ojos en blanco–. ¡A ver, piénsalo! ¡Tiene todo el sentido del mundo! –Lo miró como si acabase de ponerse unos zapatos del revés–. Liam, yo pensaba que Foster había dicho que se suponía que eras un chico inteligente, ¿no?

Él hizo un mohín con el labio fingiendo que había herido sus sentimientos.

–Bueno, señorita lista, está claro que se está muriendo de ganas de decirme algo, así que adelante, dígamelo.

Ella suspiró.

–Es perfecto, porque el sótano del banco donde están almacenados nuestros fetos de repuesto creados por ingeniería genética quedará completamente destruido por el incendio. Se quemará todo. Las cajas de seguridad, con todo lo que contengan, los archivos de los clientes…, todo, no quedará ni una pista sobre el papel.

Liam sonrió.

–Ah, muy bien pensado.

–Exactamente.

El bullicio de la calle Mission aumentó con el ruidoso petardeo de un motor, cuyo ruido lo confundía todo a medida que se les acercaba despacio. Al fin vieron un vehículo que se deslizaba por el centro de la calle sobre unas delgadas ruedas de radios siguiendo a un hombre que iba a pie, agitando delante de él una bandera roja de precaución.

–¡Caray! No sabía que tenían coches en aquella época –le gritó Maddy al oído.

Él sacudió la cabeza.

–Ahora eres tú la que pareces tonta. ¡Claro que teníamos!

Mientras pasaba por su lado traqueteando despacio, Liam observó aquel vehículo conducido por un hombre que llevaba un gorro y unas grandes gafas protectoras con cristales redondos. A su lado iba sentaba una mujer con una nube de plumas de avestruz encima de la cabeza y que se tapaba los oídos con las manos enguantadas por culpa de la algarabía.

–Se trata de un Oldsmobil Modelo R –añadió Liam a medida que el vehículo giraba a la derecha y abandonaba la calle Mission y el forzado estruendo del motor de combustión les permitía volver a hablar con facilidad–. Había algunas de estas cosas circulando a toda mecha por Cork (¿te lo puedes creer, incluso en Cork?), cuando yo me marché.

Maddy sacudió la cabeza.

–Yo no diría exactamente a toda mecha.

Caminaron en silencio durante unos cuantos minutos, mientras Maddy disfrutaba del papel de señora en su propia película de época de Hollywood y Liam pensaba que esto era una especie de vuelta a casa para él. Un viaje de retorno a su tiempo, al lugar donde podía hablar fácilmente con cualquiera y donde no le harían sentir como un completo idiota por no saber lo que era una cámara digital o que Seven Up no era algún tipo de juego de pelota o que una Snickers no era una especie de club nocturno con mala reputación.

–Es aquí –dijo Maddy señalando finalmente una estrecha calle lateral–. Allí está…, la calle Minna.

Cruzaron la transitada calle ancha, esquivando un tranvía que se abría paso con un ruido metálico a través del bullicio del movimiento de peatones, y evitando pisar varios montículos humeantes de bosta de caballo. Se detuvieron al principio de la estrecha calle, que no tenía más de dos carruajes de anchura y que estaba relativamente tranquila.

–Y ése es el edificio que buscamos –dijo ella señalando una fachada de ladrillos y granito con aspecto formal–: la Union Commercial Savings Company –añadió–. De acuerdo con el manual de instrucciones de Foster ésta es la única sede del banco; después del terremoto el incendio destruirá este edificio y todo lo que hay dentro. La compañía ya no existirá. Será como si nunca hubiese existido –Maddy le miró–. ¿Lo ves? Es perfecto.

–¿Y todos nuestros bebés Bob están en alguna especie de caja fuerte en el sótano de este edificio?

–Según Foster, así es.

Liam frunció el entrecejo.

–Bueno, entonces voy a hacerte otra pregunta estúpida… Pero si ahí abajo en una caja fuerte hay un montón de esos pequeños fetos, ¿qué es lo que les mantiene vivos? ¿Cómo es que no se mueren y se pudren? ¿Es que hay un aparato de refrigeración ahí abajo?

–Ya lo verás.