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Akal / Historias

Susan-Mary Grant

Historia de Los Estados Unidos de América

Traducción: Axel Alonso Valle

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Los Estados Unidos de América, surgidos violentamente de las aspiraciones de sus primeros colonizadores, han llegado a ser una de las naciones más poderosas del mundo, mientras su pasado sigue dando forma todavía a su presente y moldeando su identidad misma como país. La búsqueda de su independencia como nación y las ambigüedades sobre las que se fundó conforman la base de este libro lúcido y sincero. Tomando como punto de partida la América colonial con la llegada de los primeros europeos, atraídos por la promesa del lucro económico e impulsados por la piedad religiosa, trata con minuciosidad las tensiones inherentes de un país levantado sobre el trabajo de esclavos en nombre de la libertad; aquel forzado a afirmar su unidad y reevaluar sus ideales ante la secesión y la guerra civil, y aquel que luchó por establecer su supremacía moral, seguridad militar y estabilidad económica durante las crisis financieras y los conflictos globales del siglo XX. En este estudio aparecen intercaladas las múltiples voces de la historia de la nación: esclavos y esclavistas, revolucionarios y reformadores, soldados y hombres de Estado, inmigrantes y refugiados. Son dichas voces, junto con las del país multicultural que es hoy, las que definen los Estados Unidos de América en el amanecer de un nuevo siglo.

SUSAN-MARY GRANT, profesora de Historia norteamericana en la Universidad de Newcastle, es autora de North over South: Northern Nationalism and American Identity in the Antebellum Era (2000) y The War for a Nation: The American Civil War (2006), y editora de Legacy of Disunion: The Enduring Significance of the American Civil War (2003) y Themes of the American Civil War: The War Between the States (2010).

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RAG

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Título original

A Concise History of United States of America

© Ediciones Akal, S. A., 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4347-8

A Peter

Agradecimientos

Resulta imposible escribir una historia general de una nación sin recurrir a la labor de otros estudiosos y a monografías más detalladas sobre todos los aspectos de la evolución de dicha nación. En el caso de los Estados Unidos, uno cuenta con abundantes fuentes de información en las que basarse. Si bien la historia de la tierra que llegó a ser los Estados Unidos de América es descrita en ocasiones como breve, sus historiadores han compensado de sobra esta característica con la profundidad de sus análisis, el rigor de sus investigaciones y la magnitud de su entusiasmo. Son demasiados como para citarlos individualmente, pero la guía de lecturas adicionales al final de este libro da al menos una idea de la envergadura de su trabajo y de hasta qué punto estoy en deuda con colegas de ambos lados del Atlántico. Este libro en concreto se ha beneficiado de las aportaciones de aquellos que hicieron comentarios sobre los primeros borradores del mismo, del trabajo de Joy Mizan, de las ilustraciones cedidas por Cecilia Mackay y de la competencia editorial de Ken Karpinsky de Aptara y del equipo de edición de PETT Fox Inc. Pero por encima de todo, debe su existencia a Peter J. Parish y su publicación final a la insistencia, paciencia y muy apreciado aliento de Marigold Acland de Cambridge University Press.

Introducción

La creación de un Nuevo Mundo

Al final todas las cosas se funden en una sola, y un río discurre a través de ella. El río fue excavado por el gran diluvio universal y fluye sobre rocas de los cimientos del tiempo. Sobre algunas de esas rocas hay gotas de lluvia eternas. Debajo de ellas están las palabras, y algunas de esas palabras son suyas.

NORMAN MACLEAN, El río de la vida, 1976.

Cualquier historiador de los Estados Unidos que trabaje en Europa puede perder fácilmente la cuenta de la cantidad de veces que le recuerdan –estudiantes, colegas, amigos y familiares, y completos extraños– que la historia que estudia es corta. La observación va con frecuencia acompañada de una sonrisa irónica; se entiende que, como es una historia corta, ha de ser una historia simple. Y de todos modos, larga o corta, ¿a quién le hace falta estudiarla? ¿No la conocemos todos ya? ¿No estamos todos profundamente empapados, o infectados, dependiendo de la perspectiva que uno tenga, de la cultura estadounidense? ¿No tiene un carácter omnipresente en nuestras vidas a través de la televisión, el cine, la literatura popular o internet? ¿Acaso no estamos tan familiarizados con la cultura estadounidense, con su política, como lo estamos con la nuestra? Quizá más, incluso; tal vez ya no exista otra cultura que la que nos llega desde los medios y redes de comunicación dominados por los Estados Unidos. Vivimos en la aldea global, y la tienda de la esquina es un Seven Eleven. ¿No se hallan presentes los Estados Unidos en la ropa que vestimos, la comida que comemos, la música que escuchamos y la red por la que navegamos? La historia del país se encuentra grabada ya en todo el mundo. No está solo en el paisaje político de la Costa Este, en el escenario social racialmente configurado del Sur, en las reservas de las Dakotas o en las tierras fronterizas de Texas, Arizona y Nuevo México. Tiene un alcance mucho mayor. Es una historia frecuentemente retorcida por la industria del entretenimiento que es Hollywood, presente en la industria turística levantada alrededor de la roca de Plymouth y, sobre todo, conmemorada primero en el paisaje nacional, en Valley Forge, Stone’s River y Gettysburg; y después en el global, en Aisne-Marne y el bosque de Belleau, cerca de la playa de Omaha (Normandía) y en Son My. ¿Por qué deberíamos ir en busca de los Estados Unidos? Ciertamente están por todas partes.

Y al mismo tiempo, con todo y con eso, no están en ninguna. Los Estados Unidos se desvanecen. Si los miramos fijamente, puede que de manera furiosa, durante bastante tiempo, tal vez desaparezcan ante nuestros ojos. Ya se está disolviendo discretamente en un modelo atlántico, el de «las Américas», en el que la mera invocación de «América» como nombre de los Estados Unidos se considera potencialmente ofensiva para quienes viven en las proximidades del Estado soberano que se ha adueñado egoístamente del término. Sus vidas, se da por hecho, están sometidas por una superpotencia imperialista que proyecta su oscura sombra sobre la zona fronteriza que separa los Estados Unidos de sus vecinos del sur. Cientos de personas mueren cada año tratando de cruzar esta frontera mortal, para alcanzar un Nuevo Mundo cuya sombra se extiende ahora sobre el Viejo. Desde la liberación de su poder atómico sobre Japón en 1945 hasta la actual «guerra contra el terror», ¿no vivimos todos a la sombra de esta superpotencia, una sombra que se filtra ahora por entre los fragmentos en suspensión del World Trade Center y que resulta todavía más negra por las represalias que siguieron a aquella atrocidad?

Tal vez aún exista esperanza para aquellos que temen una expansión todavía mayor del poder de la última superpotencia. El aparente dominio cultural, militar y político estadounidense puede ser contrarrestado, negado, reducido, dan por hecho algunos, negándoles el título que tomaron para sí. Mediante el poder del lenguaje, se espera, una potencia imperial será puesta en su sitio y obligada a aceptar que no es la primera entre las naciones, una primus inter pares, la «nación indispensable», como la secretaria de Estado Madeleine Albright la describió en 1998. Se la representa en cambio, utilizando la frase del sociólogo Michael Mann, como un «imperio incoherente», y en tonos tan negros que uno no puede sino agradecer que sus ambiciones imperialistas y militaristas no hayan logrado mayor consolidación. Para otros, la falta misma de coherencia y la ausencia concomitante de un fuerte impulso imperialista es un problema tanto para los Estados Unidos como para un mundo que necesita lo que el historiador Niall Ferguson considera un «imperio liberal», un nuevo «Coloso» que busque lograr la estabilidad y la seguridad global por motivos tanto de conciencia como comerciales. También hay otros, más interesados en los modelos internos del país que en su impacto exterior, para los que Estados Unidos es simplemente una nación más, con todas las complejidades y contradicciones que acarrea el Estado nación moderno. Pero algunos le negarían incluso ese estatus. Algunos rechazarían totalmente la idea de que los Estados Unidos constituyen una nación.

En el marco del renovado interés académico por el nacionalismo que acompañó el fin de la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, todo lo cual propició la reemergencia de los impulsos nacionalistas que habían permanecido largo tiempo enterrados bajo una ideología social y política dominante impuesta desde el exterior, los orígenes étnicos de la nación moderna volvieron nuevamente a ser objeto de análisis. Pero los Estados Unidos no encajaban en ningún paradigma étnico. Una nación de inmigrantes solo podía, en el mejor de los casos, ser descrita como una nación plural. Y en el peor, podía acabar relegada a una categoría para ella sola, una no-nación; una colección de «etnias» en competición, divididas por disputas raciales, religiosas y lingüísticas, de las cuales solo podía surgir confusión cultural –desde luego no una nación coherente, y mucho menos un imperio.

No obstante, conforme proseguía el debate, la idea de los Estados Unidos como una nación cívica, una unida por un nacionalismo cívico, comenzó a ganar terreno. De hecho, esto no era mucho más que la aplicación de una nueva terminología a lo que algunos estaban más habituados a ver como el «credo estadounidense». Aunque el debate reconocía que, desde el principio, los nativos y los no blancos, las mujeres y las religiones no protestantes eran relegados con frecuencia a los márgenes de una identidad norteamericana fundamentada sobre un núcleo étnico blanco excluyente, el foco de atención fue dirigiéndose cada vez más hacia su ideal cívico abierto a todos. Este ideal se asentó sobre la Declaración de Independencia, el documento fundacional de la nación, su declaración de objetivos, su rechazo de los valores del Viejo Mundo, el comienzo de una república del Nuevo Mundo.

Esa república del Nuevo Mundo alberga hoy a más de 300 millones de personas. Es la tercera nación más grande del mundo, tanto en términos demográficos como geográficos. Solo China e India cuentan con poblaciones (mucho) mayores; solo Canadá y Rusia son físicamente más grandes. La extensión geográfica y oceánica de los Estados Unidos, con 9.826.675 km2 (9.161.966 en tierra), constituye aun así el doble de la de la Unión Europea. Limitados al norte por los Grandes Lagos y la vía marítima del San Lorenzo, que los separa de Canadá, y al sur por el golfo de México y el río Grande (o Bravo), que los separa de México, ocupan una posición intermedia geográfica y, podría decirse también, una nacional.

Sin embargo, la población no siempre se preocupó por cuidar esta tierra. Su abundancia de recursos naturales, de plata a petróleo, gas, carbón, madera y fauna, fue sobreexplotada hasta dejar al borde de la extinción las manadas de bisontes de las Grandes Llanuras a finales del siglo XIX. La deforestación, asimismo, acompañó inevitablemente el crecimiento demográfico e industrial de la nación a lo largo de los siglos. Una tierra que para los primeros colonizadores parecía no tener límites, no tardó en convertirse en un paisaje artificial, o degradado; empero, a partir del mismo siglo XIX, surgió el impulso contrario de proteger esa tierra con la creación de los parques nacionales del país. En nuestros días, ciertamente, el Servicio de Parques Nacionales (National Park Service, NPS) se dedica a mucho más que a gestionar la tierra y los recursos naturales. Su labor tiene que ver fundamentalmente con la conservación del patrimonio, una cuestión política y cultural controvertida y trascendental, motivo de frecuentes enfrentamientos, siendo los antiguos campos de batalla de los que el NPS es responsable un detonante tan común de dichos enfrentamientos como zonas naturales como Yellowstone (el primer Parque Nacional) o Yosemite. Bajo la administración de George W. Bush, parcialmente en el contexto del imperativo de la seguridad nacional, tierras que se encontraban bajo la jurisdicción del NPS o la Nación India fueron recalificadas como abiertas a la exploración petrolífera y minera, lo cual amenazaba con destruir un paisaje nacional mientras trataba simultáneamente de defenderlo.

Antes de que la defensa de la patria se convirtiese en una cuestión fundamental, la atención de los pueblos de los Estados Unidos estaba centrada en la creación de dicha patria. Durante buena parte de los primeros años de historia de la nación, las poblaciones y los mercados mantuvieron actividad básicamente a lo largo de un eje norte-sur, uno alineado con el río Misisipi, que discurre por la zona central de América desde Minnesota en el norte hasta el golfo de México. Los colonos del este que buscaban alcanzar la costa oeste recorriendo lo que acabó por conocerse como la ruta de Oregón tuvieron, antes de que se completara el ferrocarril transcontinental, que salvar las Rocosas, la cadena montañosa que discurre desde Nuevo México hasta Alaska. Hoy en día, habiendo desaparecido hace mucho las caravanas que recorrían la ruta de Oregón, gran parte de los espacios abiertos de la nación permanecen relativamente vacíos. El grueso de la población de los Estados Unidos –más del 80 por 100– es urbana. Y más del 80 por 100 de dicha población declara el inglés como su primer idioma, seguido de un 10 por 100 para el español. Los protestantes continúan siendo mayoría, pero por poco, constituyendo aproximadamente un 51 por 100. De esa población, la mayoría se clasifica todavía como blanca (casi un 80 por 100), cerca del 13 por 100 como negra, un 4 por 100 aproximadamente como asiática y un 15 por 100 como hispana. A veces los hispanos son clasificados como blancos, motivo por el cual las cifras parecen exceder el 100 por 100.

La cuestión de la clasificación étnica es algo más que una peculiaridad censal, no obstante. Tiene que ver directamente con la cuestión de la identidad nacional estadounidense, con qué significa ser «norteamericano» y qué representa la nación. Los nativos americanos, por ejemplo, que engloban menos del 1 por 100 de la población, constituyen aun así dos millones de personas, repartidas a su vez en cientos de unidades tribales. El que uno sea o no «nativo» depende de una combinación de herencia genética y afiliación cultural; algunos grupos hacen hincapié en lo primero, otros en lo segundo. De manera similar, el que uno sea considerado negro o blanco tiende a estar geográfica o lingüísticamente determinado. «Hispano» incluye en términos generales a cualquiera que viva al, o provenga del, sur del río Grande, desde una perspectiva blanca; y para todos los así agrupados, los afroamericanos y los «anglos» tal vez no parezcan ser diferentes.

Afroamericano, de hecho, es una de las clasificaciones más sensibles al contexto. Los recién llegados desde una nación africana pueden encontrar resistencia de los negros americanos a su, posiblemente natural, suposición de que «afroamericano» es un término automáticamente aplicable a ellos. «Negro» y «blanco» son descripciones que en los Estados Unidos derivan tanto de la cultura, la herencia y la historia de la esclavitud como de cualquier otro indicador genético objetivo. Ser afroamericano da a entender de manera casi automática que se posee un antepasado esclavo. Esto trae consigo una serie propia de problemas y supuestos, naturalmente, porque no todos los afroamericanos fueron esclavizados. La historiadora Barbara Jeanne Fields puso de relieve la naturaleza opuesta de los supuestos culturales contemporáneos relativos a la raza cuando observó que en los Estados Unidos una mujer blanca puede dar a luz a un niño negro, pero una mujer negra no puede dar a luz a un niño blanco, al menos en lo que concierne a la sociedad. De modo que lo blanco puede crear lo negro, pero no al revés. A no ser que uno se fije en la literatura, en cuyo caso, como sostiene la destacada autora afroamericana Toni Morrison, eso es exactamente lo que ha ocurrido. La aparición de la «blancura», señala, requirió una presencia negra. Ser «americano» requirió algo, algo que se posicionara fuera de la nación, al menos como fue culturalmente concebida. En este sentido, los conceptos de «blanco» y «negro» (o «africanismo») funcionaron juntos, pero durante la mayor parte de la historia de la nación no fue ni mucho menos una relación de iguales.

Obviamente, reclamar una identidad en los Estados Unidos es, tanto para la nación como para el individuo, un empeño plagado de dificultades y desafíos pero con cada vez menos compromisos políticos o culturales. La en su día convincente concepción de los Estados Unidos como un «crisol» ha dado paso con los años a, primero, un hincapié en el multiculturalismo y, segundo, a distinciones étnicas y culturales (cada vez más de tipo religioso) que algunos temen que estén desestabilizando la nación. Similarmente al propio sistema federal, en el que los estados han recibido diversos grados de autonomía a lo largo de la historia del país, los ciudadanos estadounidenses mantienen un en ocasiones precario equilibrio entre su identidad social y estatal, por un lado, y la federal y nacional, por otro. A veces, como en el caso de la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), esto se ha venido abajo dramáticamente. Otras, en periodos de conflictos externos o crisis, las divisiones internas se reducen –si bien nunca desaparecen– en favor de un patriotismo impulsado desde el centro, como durante la Segunda Guerra Mundial, o proveniente del ciudadano de a pie, como fue el caso después de los atentados del 11 de septiembre y en la «guerra contra el terror» actualmente en curso.

El vínculo que existe entre la guerra y la identidad estadounidense, de hecho, resulta complejo. La mayoría de las naciones cuentan con historias violentas, y los Estados Unidos no suponen una excepción a este respecto. Pero comprender cómo un grupo de colonias débilmente conectadas que dependían tan profundamente de la mano de obra esclava llegó al punto de unirse para derrotar a una potencia colonial en nombre de la libertad y la igualdad requiere tener en cuenta los múltiples y diversos impulsos contemporáneos que condujeron a esta postura aparentemente contradictoria, de los cuales no fue el menor de ellos la temprana consolidación de la relación entre conflicto e identidad del Nuevo Mundo que forjaron los colonos con respecto a los nativos de este y el poder imperial.

La tierra que se convertiría en los Estados Unidos fue poblada, en algunos casos solo temporalmente, por emigrantes europeos, misionarios, ejércitos y comerciantes, que habían sido empujados allí por los conflictos religiosos en Europa. Desde el principio, por tanto, el conflicto moldeó tanto los procesos migratorios como las actitudes de los forasteros europeos hacia las poblaciones indígenas americanas. Los primeros intentos propagandistas de persuadir a los monarcas y comerciantes europeos de que el «Nuevo Mundo» prometía beneficios en nombre de la piedad –había nativos que convertir y riquezas que obtener– implantaron una mortífera combinación de lo codicioso y lo religioso de la que el conflicto era una consecuencia quizá inevitable. Los orígenes marciales de la nación quedaron establecidos, naturalmente, en el conflicto colonial definitivo, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, que forjó la relación entre la nación y el concepto de servicio ciudadano, entre el nacionalismo norteamericano y la guerra.

Que al menos una parte de la historia de la Guerra de Independencia fue engrandecida tras el acontecimiento para evocar un entusiasmo no siempre evidente en la época no disminuyó en absoluto el duradero poder del mito del minuteman (miliciano de la Guerra de Independencia) como ideal marcial estadounidense. Este no debería exagerarse pero tampoco subestimarse. En los Estados Unidos de hoy, los veteranos de guerra comprenden aproximadamente el 10 por 100 de la población adulta. Dicho porcentaje, desde un punto de vista general, no es una estadística abrumadora, y difícilmente una movilización general de tropas. No obstante, los veteranos, y a través de ellos el impacto de la guerra, ejercen una poderosa influencia en la política y la sociedad (y en los presupuestos de defensa) del país, porque como grupo, resulta que los veteranos votan en un porcentaje mayor (ca. 70 por 100) que la población en su conjunto (ca. 60 por 100).

En este contexto, no sorprende que uno de los hilos cruciales de la historia nacional de los Estados Unidos sea el modo en que la unidad forjada a través de la guerra moldeó la identidad nacional por medio del hincapié resultante en la libertad como el eje alrededor del cual se construyó esa identidad. Pero antes incluso del nacimiento de la nación en sí, la libertad en el «Nuevo Mundo» tenía connotaciones tanto positivas (libre para) como negativas (libre de). La libertad, como reza el eslogan moderno, no sale gratis (Freedom is not free). Y por supuesto nunca lo fue. La libertad para los primeros colonos europeos vulneró las libertades ya existentes que disfrutaban las naciones indígenas. La libertad del dominio monárquico, como dejó claro el caso de los partidarios de la Corona inglesa durante la Guerra de Independencia, no era la libertad deseada por todos los jóvenes «americanos», ni era una necesariamente bien recibida por ellos. La libertad era el principio impulsor del experimento estadounidense, pero era un principio promulgado a gritos por dueños de esclavos. La Ilustración del siglo XVIII, un proceso que Immanuel Kant describió como la «emancipación de la conciencia humana», pudo haber informado el impulso revolucionario norteamericano, pero ello no se tradujo en la emancipación de los esclavos de los revolucionarios estadounidenses.

«Sostenemos como evidentes estas verdades –afirmaba la Declaración de Independencia (1776)–: que todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad...» Durante demasiado tiempo tales «verdades» solo resultaron ser verdad realmente para aquellos que formaban parte de, eran próximos a, o tenían posibilidades de unirse a la elite blanca masculina cuya perspectiva estas verdades habían representado solo parcialmente. Si bien estaban totalmente preparados para creer al radical inglés Thomas Paine cuando les dijo que la suya era «la causa de toda la humanidad», los norteamericanos interpretaron el mensaje de Paine en el contexto de una ideología republicana a través de la cual el fomento de la igualdad y la libertad iba de la mano de la defensa de la esclavitud. Gracias en parte al desarrollo de los mercados y las vías de comunicación, las colonias individuales podían al menos concebir una unión política y cultural. Alcanzarla era otra cuestión. Para unos, la libertad como ideal nacional solo podía lograrse si se aplicaba a todos. Para otros, el futuro de la nación solo estaría asegurado si algunos eran permanentemente esclavizados. A mediados del siglo XIX, había una verdad evidente para Abraham Lincoln, quien estaba luchando por evitar la ruptura de la nación en la Guerra de Secesión: «Todos nos declaramos a favor de la libertad –observaba–, pero cuando usamos la misma palabra, no todos nos estamos refiriendo a la misma cosa».

La nación que surgió de la Guerra de Secesión era una en la que la esclavitud había sido por fin abolida, pero las distinciones raciales y étnicas siguieron siendo el medio a través del cual se negociaba y refinaba la identidad estadounidense, especialmente a medida que la población se fue expandiendo hacia el oeste, materializando el «Destino Manifiesto» de la nación de lograr una hegemonía hemisférica. La persistencia de, además de los desafíos a, el dominio anglosajón en los Estados Unidos en vísperas del siglo XX se vieron intensificados por cuestiones de racismo, inmigración, crimen y la ciudad en un periodo que contempló cómo los Estados Unidos probaban a meter un dedo en aguas internacionales por medio de una guerra contra España. Para entonces, la generación que había combatido en la Guerra de Secesión había llegado a la primera línea de la política. Las experiencias de su juventud los habían moldeado, pero ciertamente no podían prepararlos ni a ellos ni a la nación para el siglo que estaba por venir, el llamado «Siglo Estadounidense», que comenzó realmente después de la Segunda Guerra Mundial con el dominio global económico y, podría sostenerse, cultural de los Estados Unidos.

Mas durante el «Siglo Estadounidense», eclipsado como estuvo por la Guerra Fría, y dominado, en gran medida, por el conflicto en Vietnam, la idea que se tenía de la nación estadounidense fue matizada. La historia nacional de la nación de ciudadanos con un núcleo étnico pasó a ser una que destacaba los esfuerzos de los marginados por desafiar su marginación. Un renovado interés en la diversidad cultural de los Estados Unidos pasó a ser el medio a través del cual complicar cualquier autocomplacencia persistente sobre la realidad del ideal cívico en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, subrayaba el modo en que, al redactar la Declaración de Independencia, los fundadores de la nación habían establecido, como mantenía Abraham Lincoln, una premisa integradora mediante la cual todos los estadounidenses, independientemente de su linaje, podían reivindicar su nacionalidad «como si fueran de la misma sangre y de la misma carne que los hombres que escribieron esa Declaración». También en este contexto, el paradigma del mundo atlántico servía no solo para disipar los temores internacionales, sino igualmente para acentuar el poder del ideal cívico. Ponía de relieve lo permeables que eran las fronteras de la nación no únicamente a los inmigrantes sino también a las influencias internacionales –por no decir a la influencia internacional como tal–, y lo susceptible que era a variables interpretaciones de lo que era colonialismo y poscolonialismo, nacionalismo, regionalismo, guerra, identidad, raza, religión, sexo y origen étnico.

El imperativo de hacer que el ideal cívico se ajuste o incluso se aproxime a la realidad continúa haciendo frente a los Estados Unidos de hoy, por supuesto, y resulta especialmente problemático en una nación con su complejidad geográfica, demográfica y cultural. Los generalizados análisis de los Estados Unidos, más interesados a menudo en cómo ha sido exportado el ideal democrático, o impuesto más allá de las fronteras de la nación, no conceden suficiente importancia a veces a la lucha histórica por alcanzar ese ideal dentro del propio país. Si el «Coloso» del Nuevo Mundo se ha visto frecuentemente en la posición paradójica de «imponer la democracia» o de «liberar por la fuerza» en el extranjero a finales del siglo XX y comienzos del XXI, su propia historia, sea la de la década de 1860 o la de 1960, nos recuerda que se ha visto obligado muchas veces a poner en marcha procesos similares dentro de sus fronteras. Menos una paradoja que un patrón, el en ocasiones frágil equilibrio entre libertad cívica y étnica, positiva y negativa, apenas resulta extraño en una nación que parece querer para otros lo que a veces lucha por conseguir para sí misma. Los retos a los que hizo frente, las decisiones que tomó, los acuerdos que alcanzó son unos que todas las naciones deben considerar; cada vez más en un mundo en el que la comunicación es prácticamente instantánea, en el que todas las fronteras pueden ser traspasadas, y en el que los retos que plantean la inmigración, la intolerancia religiosa y las divisiones raciales y étnicas siguen comprometiendo la estabilidad del Estado nación moderno.