Akal / Arte Contemporáneo / 18
Directora
Anna Maria Guasch
Donald Kuspit
El fin del arte
Traducción: Alfredo Brotons Muñoz
Akal / Arte Contemporáneo / 18
Directora
Anna Maria Guasch
Donald Kuspit
El fin del arte
Traducción: Alfredo Brotons Muñoz
Para Judith
Agradecimientos
Como siempre, con gratitud intelectual a Beatrice Rehl.
Diseño cubierta: Sergio Ramírez
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Título original: The End of Art
© Donald Kusprt, 2004
Publicado originalmente por The Press Syndicate of The University of Cambridge, 2004
© Ediciones Akal, S. A., 2006 para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3669-2
1. Damien Hirst, Hogar, dulce hogar, ejecutado en 1996. Porcelana, 20,30 cm de circunferencia. Colección privada. Cortesía de Marc Borghi Fine Art Inc.
La proliferación sin precedentes de arte, la facilidad con que se aceptan formas artísticas en otro tiempo esotéricas o repelentes, la fascinante conjunción de arte popular y comercial con lo que antaño se llamaba arte avanzado: estas circunstancias no sostienen la vieja creencia de que el arte fomenta una autonomía personal.
Lionel Trilling, Sinceridad y autenticidad[1]
Quienquiera que produzca kitsch... no ha de ser evaluado según criterios estéticos, sino que es un depravado desde el punto de vista ético; es un criminal que quiere el mal radical.
Hermann Broch, «El mal en el sistema de valores del arte»[2]
Algunas de las mismas personas que declaran sentir repelencia ante las monótonas hileras de viviendas humanas idénticas en llamadas parcelaciones parecen admirar hileras de cajas idénticas en los museos de arte.
Rudolf Arnheim, Entropía y arte[3]
Una instalación que el popular y caro artista británico Damien Hirst montó un martes en el escaparate de una galería de Mayfair fue desmantelada y arrojada a la basura por un encargado de la limpieza que dijo creer que se trataba de desperdicios.
La obra –una colección de tazas de café medio llenas, ceniceros con colillas de cigarrillo, botellas de cerveza vacías, una paleta embadurnada con pintura, un caballete, una escalera de mano, pinceles, envoltorios de caramelos y páginas de periódico esparcidas por el suelo– era la pieza central de una exposición de arte de edición limitada que la Eyestorm Gallery mostró a un grupo de VIPs en el curso de una fiesta de preinauguración...
El señor Hirst, de treinta cinco años, el miembro más famoso de una generación de artistas conceptuales conocida como los Jóvenes Artistas Británicos, la había montado y firmado personalmente, y Heidi Reitmaier, jefa de proyectos especiales de la galería, estimó su valor de venta en «seis cifras» o cientos de miles de dólares. «Es un Damien Hirst original», explicó.
[...] El encargado de la limpieza, Emanuel Asare, de cincuenta y cuatro años, declaró a The Evening Standard: «En cuanto vi aquel desastre, resoplé. A mí, arte no me pareció mucho. Así que lo metí todo en bolsas de basura y lo tiré».
[...] Lejos de sentirse disgustado por la confusión, el señor Hirst juzgó la noticia «histéricamente divertida». La señora o señorita Reitmaier dijo [...]: «puesto que todo su arte trata de la relación entre el arte y lo cotidiano, se rió más que nadie».
Warren Hoge, «El arte imita a la vida, quizá demasiado fielmente»[4]
¿Cuántos de nosotros equipararían en serio a Rauschenberg con Rembrandt, a Cage con Bach? Al entrar en un museo o una sala de conciertos, entramos en una iglesia estética, una necrópolis sublime y bastante fría, que se extiende hacia atrás en el tiempo, donde Leonardo y Van Gogh, Palestrina y Beethoven unen sus heladas manos. Forman parte de esta actitud una reverencia y un respeto a menudo casi religiosos, pero también una cierta indiferencia. Sentimos que lo que realmente importa está en otro lugar. Si algo necesita conservación es precisamente porque ha perdido su lugar en nuestro mundo y hay por consiguiente que asignarle un lugar especial: a menudo muy caro.
Karsten Harries, «Hegel sobre el futuro del arte»[5]
No creo en el cine como medio de expresión. Quizá más adelante, podría ser; pero, al igual que la fotografía, no va mucho más allá de una manera mecánica de hacer algo. No puede competir con el arte. Si es que el arte sigue existiendo...
Marcel Duchamp, «Llevo una vida de camarero»[6]
2. (Izquierda) Rembrandt Harmensz. van Rijn, Autorretrato, 1658. Óleo sobre lienzo, 129 x 101 cm. Colección Frick, Nueva York. 3. (Derecha) Robert Rauschenberg, Cama, 1955. Pintura combinada: óleo y lápiz sobre almohada, edredón y sábana sobre soportes lígneos, 16,60 x 80 x 20,30 cm. Donación de Leo Castelli en honor de Alfred H. Barr, Jr. The Museum of Modern Art, VAGA, NY.
[1] Lionel Trilling, Sincerity and Authenticity, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1972, p. 67.
[2] Hermann Broch, «Das Böse im Wertsystem der Kunst» (1933), en Dichten und Erkennen, Zurich, Rhein Verlag, 1955, p. 348 [ed. cast.: Poesía e investigación, Barcelona, Barral, 1974, p. 431].
[3] Rudolf Arnheim, Entropy and Art: An Essay on Disorder and Order [Entropía y arte: un ensayo sobre el orden y el desorden], Berkeley, University of California Press, 1971, p. 52.
[4] Warren Hoge, «Art Imitates Life, Perhaps Too Closely», New York Times, 20 de octubre de 2001.
[5] Karsten Harries, «Hegel on the Future of Art», The Review of Metaphysics 24, 7 (junio de 1974), pp. 677-678.
[6] Pierre Cabanne, Dialogues with Marcel Duchamp, Nueva York, Viking, 1971, p. 104 [ed. cast.: Conversaciones con Marcel Duchamp, Barcelona, Anagrama, 1984, p. 171].
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El cambio de guardia en el arte
En mayo de 2001, Frank Stella, una de las luminarias del arte abstracto en los Estados Unidos, le dijo a Glenn Lowry, director del Museo de Arte Moderno [de Nueva York], «que a los “Inicios modernos” lo mismo se les podría haber llamado las “Intuiciones masturbatorias”»[1]. «Inicios modernos» fue la manera que tuvo el Museo de Arte Moderno de volver, mediante una exposición de obras escogidas de su colección, sobre la historia del arte del siglo XX. Más importante, fue una crítica de la famosa conceptualización del arte del siglo XX formulada por Alfred Barr. Aunque la primera vez que apareció fue en 1935 como un diagrama en la solapa del catálogo de Cubismo y arte abstracto –una exposición organizada por Barr, el primer director del Museo de Arte Moderno–, el esquema jerárquico de Barr, que otorgaba la preeminencia al cubismo en cuanto el movimiento más innovador e influyente del siglo XX, había quedado como un evangelio, por no decir como un dogma. En lugar de organizar su exposición por movimientos, que es la manera más corriente de clasificar el arte, los comisarios sucesores de Barr organizaron «Inicios modernos» conforme a «personas, lugares y cosas». «Un subtítulo más adecuado», declaró Stella, «habría sido “insulsos, despistados y desalmados”.» Desde luego, por comparación con la exposición «La era de la modernidad» celebrada en Berlín en 1997, otro intento de reflexionar sobre el arte del siglo XX, que también prescindió de movimientos (sustituidos por cuatro amplias ideas o ideas guía, «Realidad–Distorsión», «Abstracción–Espiritualidad», «Lenguaje–Material» y «Sueño–Mito»[2]), «personas, lugares y cosas», parece banal, por no decir conceptualmente superficial.
¿Por qué Stella condenó airadamente la exposición como «mala [...], vergonzosa [...], desagradable»? ¿Por qué dijo que «no hay palabras templadas para describir la manera en que “Inicios modernos” maltrata la colección del Museo de Arte Moderno»? Vale la pena abundar en las citas, pues la actitud hacia el arte que ataca sugiere, sin duda involuntariamente, que lo que se solía llamar el arte elevado ya no existe, quizá ni siquiera nominalmente. De hecho, emplear el término «arte elevado» hoy en día es sugerir un fenómeno elitista, exclusivo, inaccesible, de índole diferente a la de los fenómenos cotidianos, y como tal algo que se privilegia a sí mismo y no tiene que ver con la vida cotidiana, la cual ha de sobrevivirle y, si se puede, florecer en él, aparte de que es inherentemente trágica por el simple motivo de que es cotidiana.
El arte elevado puede tener algo que decir a los pocos que son felices, pero no a los muchos que son desgraciados. Desde luego, ayudar a que entiendan a las personas, los lugares y las cosas que se encuentran en sus vidas diarias parece demasiado oscuro. Si falta lo vulgar, falta lo que parece más humano. ¿En qué afecta, después de todo, a la vida cotidiana la experiencia estética –una llamada experiencia superior (un estado alterado de la consciencia, por así decir, y por consiguiente una consciencia anormal o al menos no normal y poco convencional de la realidad), en contraste con la experiencia cotidiana (con su consciencia respetuosa de las convenciones, y por tanto supuestamente normal, «realista»)– que el arte elevado asegura ofrecer? ¿Para qué sirven las sutilezas y los refinamientos del arte elevado en el vulgar, práctico y exigente mundo de la vida cotidiana? Reclaman la totalidad del ser de uno, como si no hubiera ninguna alternativa a él que pudiera ofrecer un cierto distanciamiento –una cierta misteriosa frialdad y serenidad que le produzca a uno la ilusión de estar por encima de ella y de que puede revolverse contra ella sin negar su implacable condición de ser algo dado– y, por tanto, una clase de cordura diferente de la clase de cordura necesaria para vivir en ella.
4. Frank Stella, Die Fahne Hoch [La bandera enarbolada], 1959. Esmalte sobre lienzo, 307,35 x 185,40 cm. Whitney Museum of American Art. Donación de Mr. y Mrs. Eugene H. Schwartz y adquisición con fondos procedentes del John I. H. Baur Purchase Fund, el Charles and Anita Blatt Fund, Peter H. Brant, B. H. Friedman, la Gilman Foundation, Inc., Susan Morse Hilles, la Lauder Foundation, Frances y Sydney Lewis, el Albert A. List Fund, Sandra Payson, Philip Morris Incorporated, Mr. y Mrs. Albrecht Saalfield, Mrs. Percy Uris, y Warner Communications, Inc., y el National Endowment for the Arts. © 2004 Frank Stella/Artists Rights Society (ARS), Nueva York. Fotografía de Geoffrey Clements.
«La exposición», afirma Stella, «ni reevalúa ni reinterpreta; simplemente juega con la colección con el espíritu [...] de un acto a la moda de deslegitimación de las ideas de grandeza, genio y unicidad que la colección encarna. Lo que los comisarios, [John] Elderfield y compañía, parecen tener en mente es una nivelación en calidad, la sustitución del juicio por la abstención del juicio.» Examinando la instalación en detalle, Stella observa sardónicamente que
la colocación al azar habría sido mejor, sin duda más interesante y más bella, que esta boba trivialización. La arbitrariedad de todo el asunto desafía al espectador a encontrar para la Guitarra de Picasso de 1912-1913 una ubicación peor que la que el señor Elderfield le ha asignado. Hasta una taza de retrete habría sido más apropiada para la Guitarra de Picasso. Por supuesto, la puerta no tendría que ser «privilegiada» como un mural por encargo animado por un motivo «urinario» [Stella se refiere a una obra de la exposición], pero apuesto a que la Guitarra estaría mejor sobre la puerta. Atrapada en una tapa de plexiglás montada sobre la pared, su Guitarra no puede evitar ser la presentación más fea de una obra maestra en la historia museística del siglo XX.
5. Pablo Picasso, Guitarra, 1912-1913. Construcción con lámina de metal y alambre, 77,45 x 34,90 x 19,36 cm. Donación del artista. © Museo de Arte Moderno / Con permiso de SCALA / Art Resource, NY. © 2004 Legado de Pablo Picasso / Artists Rights Society (ARS), Nueva York.
Continuando con sus quejas y lamentos, Stella sostiene que «la manera despiadada en que Elderfield revuelve en la colección a fin de extraer beneficios tan cuestionables como “soslayar lo definitivo y de gran alcance” y “esquivar el consenso”» es un «envilecimiento de la colección y la [...] degradación de Alfred Barr, Jr., lo mismo que de tres de sus artistas más estimados, Cézanne, Picasso y Malevich, es un acto desalmado y vergonzante. Bajo el disfraz de una investigación académica, “Inicios modernos” ataca los heroicos logros de Barr. Su pionero estudio histórico de la modernidad, Cubismo y abstracción (1935), es sumariamente descalificado... Barr es además despreciado por no ver lo importante que era “intentar un estudio no histórico de la modernidad temprana”. Este ataque a una gran y revolucionaria figura es implacable. A Barr se le critica por crear un diagrama del arte moderno sobre el que “se ha escrito demasiado”». Percatándose de que el Museo de Arte Moderno ha «oscurecido por completo sus logros, su identidad original y sus originales y admirables propósitos», Stella cita a Lowry cuando dijo que «el arte es un espectáculo» y sugiere que debería ser sustituido por Michael Eisner, que «sabe cómo hacer rentable el espectáculo. Ni siquiera habría que cambiar el logotipo: MoMA se convertiría simplemente en el Museum of Mickeys’Art (Museo del Arte de Mickey)».
Stella sigue y sigue, aparentemente despotricando a voluntad. Con mordaz ironía, observa que Elderfield «había resuelto el problema de qué hacer con la anticuada colección del museo. En lugar de donarla a museos históricos fuera de onda como el Met o la National Gallery, el MoMA donaría su colección a la nueva generación de artistas con conciencia ecológica de hoy, los cuales sí saben realmente cómo utilizar el arte del pasado, que reciclan directamente en su propia obra. Me pregunto si realmente no va a “pasar nada” cuando Craig-Martin decida si quiere llevarse su Picasso y su Malevich a casa, aunque sólo sea para poder trabajar sobre ellos un poco más cómodamente en su estudio». Volviendo nuevamente al museo y dejando de lado a los artistas posmodernos y al día invitados a participar en «Inicios modernos» –una muestra de estar a la última con la pretensión de demostrar que no está anticuado (similar a su fusión con el actualizado P.S. 1)–, Stella asesta el golpe de gracia: «Unos grandes almacenes del arte moderno han nacido para reemplazar a un museo de arte moderno». «“Inicios modernos” rivaliza con las ofertas semanales en Macy’s», señala Stella haciendo malévolamente hincapié en la degradación comercial del arte moderno –la confusión entre valores comerciales y artísticos, un fracaso ético por más que inconsciente– como signo de su agonía. A modo de puntilla, Stella escribe: «Una pared llena de paisajes de Cézanne es totalmente convincente como muestra de reproducciones enmarcadas listas para ser cargadas a una tarjeta Visa y llevadas a casa. Construcción espacial núm. 12 de Rodchenko podría ser un nuevo escurridor prestado por la colección Williams Sonoma. Y el pobre Picaso es de nuevo trivializado cuando su Vaso de absenta (1914), una de las esculturas más originales del siglo XX, quizás sólo inferior a su propia Guitarra de 1912-1913, es humillado en una muestra de servicios de mesa».
En un cáustico exabrupto final, Stella señala que «“Inicios modernos” tiene muy buenas perspectivas de convertirse en la exposición más filistea, más antiartística del nuevo milenio», y concluye señalando, en una última afirmación de desesperación, que «el MoMA se ha convertido en un Centro de Estudios Culturales». Lowry, con una «benigna sonrisa», asiente. Desde el punto de vista de Stella, que sin duda parece curioso desde el de Lowry, esta sonrisa pseudo-Gioconda es la escritura sobre la pared del arte, el catastrófico gemido que señala su final. El arte ha sido sutilmente envenenado por la apropiación social, es decir, por el hincapié que se hace en su valor comercial y su tratamiento como entretenimiento de alto nivel, lo cual lo convierte en una especie de capital social. Cooptado por lo vulgar, pierde lo que tiene de vulgar. También lo ha socavado la creencia de que, para ser artista, todo lo que uno tiene que hacer es tener un «concepto», lo cual sugiere que el concepto de artista, lo mismo que el de arte, ha dejado de tener un significado claro. Por eso es por lo que tantas personas se tienen a sí mismas por artistas, pues, todo el mundo, al fin y al cabo, tiene un «concepto» favorito, especialmente de alguna persona, algún lugar y alguna cosa que conoce.
Para Stella, el Museo de Arte Moderno se ha convertido en un establecimiento al día, a la moda, del entretenimiento comercial, aunque el arte moderno dista de parecer tan pulcro, tan insinuante y tan instantáneamente comprensible. Pero «Inicios modernos» trata de hacerlo igualmente popular y lo consigue haciéndolo parecer igualmente trivial, un pasatiempo divertido más que una revelación ascética. «Inicios modernos» hace que el arte moderno parezca posmoderno en espíritu, como Trilling sugiere, porque hace que el arte avanzado, esotérico, parezca popular y que el obvio y popular arte comercial parezca avanzado e innovador, con lo cual borra su diferencia –hasta el punto de que parece no haber ni razón ni necesidad de él–, lo que hace que todo el arte parezca «significativo» y lleva a una proliferación sin precedentes (y acrítica) del arte. Cualquiera puede convertirse en un «artista serio», puesto que ya no hay criterios serios para determinar la seriedad en arte.
6. Alfred H. Barr, Jr., portada del catálogo de la exposición Cubismo y arte abstracto, Nueva York, Museo de Arte Moderno, 1936. © Museo de Arte Moderno / Con permiso de SCALA / Art Resource, Nueva York.
Para Stella el arte moderno pierde su seriedad en «Inicios modernos», con lo cual se hace indistinguible del no arte. Éste es el sentido de su cínica observación de que los paisajes de Cézanne son más tolerables y aceptables como reproducciones que como pinturas. En cuanto reproducción, la pintura entra en el dominio de lo cotidiano. Es casi imposible escapar. La pintura puede liberarse de la prisión de la consciencia cotidiana que su reproducción le impone únicamente por un desafiante acto de percepción estética. La reafirmación estética de la pintura por parte del espectador serio es una especie de recreación de ésta que sirve al mismo propósito espiritual que su creación por parte del artista: la creatividad es el medio de escapar a –incluso de romper definitivamente con– la consciencia cotidiana del mundo-vida. El artista mantiene un pie en lo cotidiano gracias a su asunto –el paisaje de Cézanne–, pero lo trasciende mediante su recreación en términos estéticos.
En la posmodernidad ya no vemos la pintura, sino sólo la reproducción o, al menos, la pintura a través de la reproducción, de tal modo que pintura y reproducción se identifican y parecen virtualmente lo mismo a la mirada popular(izadora). Domesticada al ser reproducida, la reproducción parece más real que la cosa real y más aceptable, es decir, más comprensible y familiar: quien parece responsable es el espectador, no el artista. El Cézanne reproducido tranquiliza y atrae porque parece cotidiano –confirma que la consciencia cotidiana es la única consciencia legítima–, mientras que el Cézanne real intimida e incomoda porque perturba la consciencia cotidiana. Nos ponen sentimentales las reproducciones normalizadoras, pero no la cosa real desnormalizadora, que nos altera los nervios y desestabiliza nuestra consciencia. La reproducción, por tanto, es una doble castración: castra la obra de arte y la consciencia de ella, la consciencia en general.
Las esculturas abstractas de Rodchenko y de Picasso han sido asimismo reducidas a la familiaridad al presentarlas como productos domésticos, si bien multifuncionales. Se las hace parecer más cotidianas y vulgares de lo que son, con lo cual se las desprovee de su aura y singularidad estéticas, es decir, de su estado de enajenación, de codificación estética. Se convierten en artefactos materiales como cualesquiera otros, de índole ya no diferente más que únicamente en apariencia, y eso no por mucho, al menos para la mirada cotidiana acostumbrada a ellos. Para Stella, «Inicios modernos» no tiene otro interés que el de habituar al público al arte moderno, con lo cual se sugiere que éste no es tan raro y perturbador como con frecuencia ha sido considerado, sino continuo con la vida cotidiana, si bien un poco más divertido y emocionante, quizá sólo porque no tiene una utilidad clara.
La cómoda sonrisa de Lowry sugiere que el arte moderno se ha resignado a su destino, él mismo acomodado a la inevitable asimilación en la vida cotidiana, como si ese fuera todo su deseo, como si, desde el principio, todo lo que quisiera fuera ser entendido en términos cotidianos y amado, por más difícil de amar que pareciera. El arte moderno era una rana fea esperando ser besada por la princesa de la aceptación pública, que lo transformaría mágicamente en un príncipe encantador: una estrella social. Así petrificado –su acto limpiado al mostrar que, después de todo, de lo que trata no es más que de cosas cotidianas tan familiares como personas, lugares y cosas–, ya no es lo que Trilling llamaba «arte serio, por el cual no entendemos un arte, abierta o implícitamente, en una relación polémica con la cultura dominante», y señala por tanto la «condición alienada» de la «realidad social» misma[3]. En «Inicios modernos» parece aprovechar la oportunidad de ser institucionalizado, con lo cual pierde la alienación polémica –la fuente de la autonomía crítica–, aun cuando la única institución deseosa de tenerlo es el museo. Pero, por supuesto, ocupa un lugar importante en el mercado, que es la institución decisiva –el deus ex machina– en la sociedad capitalista. Para Stella, la actitud de Lowry es el acta de defunción del arte. Es una prueba de que el arte elevado –el tradicional tanto como el moderno– está acabado. El arte elevado se ha convertido simplemente en otra muestra de la cultura visual y material, con lo que pierde su privilegiada posición como fuente de la experiencia estética, la cual, desde la perspectiva de los estudios culturales, carece de interés ideológico.
Aún más, es social y políticamente incorrecta simplemente porque parece ser una experiencia única, «superior», no al alcance de cualquiera, no a la venta en la tienda de los entretenimientos culturales y, por tanto, inestimables, es decir, por definición invendible. No es una experiencia común ni, por consiguiente, democrática; el arte popular y comercial ni siquiera pretende ofrecerla, aunque a veces se lo ha entendido como si ofreciera de ella una simulación, esto es, una versión corrupta. La experiencia estética es de hecho rechazada en cuanto efecto retórico, idiosincrásico –un aspecto de la ilusión de la autonomía personal a la que Trilling se refiere–, de una construcción socialmente condicionada, incluso culturalmente encargada, impersonal. El artista se convierte, sin ironía, en el voluntarioso representante de los valores cotidianos de la sociedad, con lo cual pierde la integridad de su alienación, y el arte se convierte en un instrumento de la integración social –un signo de pertenencia social–, con lo cual pierde intención y poder estéticos.
No siendo ya el dominio privilegiado de la experiencia estética como mantenían estetas críticos y profetas de la modernidad tan diversos como Walter Pater, Roger Fry y Clement Greenberg, el arte ya no es la a duras penas ganada «pizca de libertad crítica de pensamiento contra la presión externa a conformarse y al miedo interior», para usar las palabras de Alexander Mitscherlich[4]. Yo sostengo que la experiencia estética es la forma momentánea, personal, vigorizadora –para emplear la expresión de Greenberg– de esta pizca inconformista, intrépida. Es un trago delicioso, por más que corto, de libertad crítica no diferente de lo que D. W. Winnicott llamaba un «orgasmo del ego»: una experiencia tipo eureka de la restauradora «apercepción creativa» que implica la sensación consciente de estar intensamente vivo. Transforma la alienación en libertad y el carácter polémico en carácter crítico. Éste es un «frágil logro del ego», para emplear las palabras de Mitscherlich, que sin embargo lo fortalece y le permite trascender su identidad social y su conformismo. Socialmente, la realidad es vista de una manera estereotipada, «esquemática», como Mitscherlich dice, y, por tanto, pierde complejidad. Se convierte en unidimensional, con lo cual pierde intrincación dialéctica. Antes bien parece preordenada y fija que un proceso cambiante, en marcha. Desde el punto de vista estético, la realidad es vista espontánea y dialécticamente –como un proceso problemático, inconexo, interminable, lleno de tensiones y contradicciones, unas resueltas, otras irresolutas–, lo cual abre la vía a su comprensión y a la autotransformación y la reequilibración que la comprensión comporta. Lo real se hace tan vivo, fresco y «conmovedor» –realmente real– como si estuviera en la infancia, razón por la cual muchos poetas y artistas protomodernos y modernos, Wordsworth, Baudelaire, Gauguin, Kandinsky, Klee y Dubuffet entre ellos, han mimado al niño como al gran imaginativo, y el arte «primitivo», infantil, «marginal», como el arte más imaginativo, vital. Han intentado seguir en contacto con el niño que hay en sí mismos, a menudo utilizando el arte primitivo como una piedra de toque (por no decir piedra de afilar) y con ello manteniéndolo vivo en desafío del mundo social adulto, el cual demanda que uno desempeñe un papel prescrito y se identifique completamente con ese papel.
Para Stella, reducir el arte moderno a una panorámica moderna de personas, lugares y cosas –la banal sustancia de la vida cotidiana–es negar su vitalidad y unicidad creativas. Es negar su trascendencia estética con respecto a las personas, los lugares y las cosas que son a veces su punto de partida. Es banalizar el arte moderno y hacerle perder su interés. En lugar de tender hacia el arte puro, con su efecto ennoblecedor –una especie de curación, por más incompleta y temporal que sea, por mucho que las heridas infligidas por la vida empiecen a ulcerarse de nuevo una vez se disipa el efecto estético (aunque reduzca la importancia de aquéllas, con lo cual las hace más tolerables)–, el arte moderno es visto como una representación novedosa de la realidad banal, es decir, de las personas, los lugares y las cosas cotidianos de los tiempos modernos. Es, en efecto, vino viejo en una reluciente botella nueva. Ver el arte moderno por entero en los términos cotidianos de personas, lugares y cosas lo socava por completo, pues niega que sea puro arte. Subvierte su capital más importante, la voluntad de purificar el arte de cualquier referencia a la realidad cotidiana, o bien de transformar la apariencia de la realidad cotidiana de tal modo que se convierta en una realidad puramente estética, con lo cual pierde su apego a los hechos para convertirse en cabalmente real (si bien sólo en la obra de arte «visionaria»). En lugar de simbolizar la voluntad de defenderse contra la sociedad y la banalidad –en lugar de que el arte moderno sirva como el espacio especial en que uno puede ser fiel a sí mismo en una sociedad que le anima a ser falso consigo mismo, un espacio que sólo nominalmente es social por más institucionalizado que sea–, «Inicios modernos» sugiere que el arte moderno nunca fue más que un espacio social. No es un «espacio distinto» de veras, sino un espacio social conocido por extraño que sea su disfraz. (Una paradoja del arte es el hecho de que tiene que ser socialmente apropiado para conservarse, pero su institucionalización –socialización en efecto completa– es inconscientemente un intento de neutralizar su efecto estético. Meterlo en un lecho de Procusto cultural –el museo es un sarcófago intelectual tanto como un mausoleo físico– socava su carácter inconformista, incluso antisocial. La cuestión es que la indiferencia hacia el papel social que el inconformismo estético comporta invita al deterioro social, es decir, al desmoronamiento del funcionamiento social, que para ser efectivo requiere de la sumisión al papel social. Mitscherlich señala que «la individualidad es sumamente rara» por más que se la afirme, pues comporta la amenaza de un perturbador inconformismo y, por tanto, socava el orden social.)
En resumen, la experiencia estética lleva a la comprensión de que la identidad social ni está arraigada –no es un destino– ni es lo único que importa en la existencia. No es la fuente de la individualidad, sino que más bien excluye la individualidad. La experiencia estética permite que uno recupere el sentido de la individualidad y de la autenticidad perdido para la «conducta obligatoria» –sin duda necesaria para la supervivencia social– porque permite que uno viva en sociedad con lo que sólo cabe describir como una felicidad tan sublime como irreal mientras, paradójicamente, encabeza «el examen crítico de la realidad [social]». Ésta es sin duda una idea heroica del potencial humano de la experiencia estética, pero el heroísmo es enteramente privado, pues implica la comprensión de las necesidades de lo que Winnicott llama el núcleo incomunicado del yo.
[1] Frank STELLA, «Mindless play and thoughtless speculation», The Art Newspaper 114 (mayo de 2001), pp. 62-64.
[2] Christos M. JOACHIMEDES y Norman ROSENTHAL (eds.), The Age of Modernism: Art in the Twentieth Century, Berlín, Zeitgeist-Gesellschaft, y Stuttgart, Verlag Gerd Hatje, 1997.
[3] Trilling, op. cit., p. 170.
[4] Alexander MITSCHERLICH, Society Without the Father: A Contribution to Social Psychology, Nueva York, Schocken, 1970, p. 43.