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Akal / Básica de Bolsillo / 294

Giorgio Scerbanenco

La cueva de los filósofos

Traducción: Cuqui Weller

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Nota a la edición digital:

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Título original

L’antro dei filosofi

© Sellerio Editore, Palermo, 2010

© Ediciones Akal, S. A., 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3974-7

 

 

1

La casa, los hombres, el día anterior

(Todos los hechos descritos en este capítulo se refieren a la noche del 16 de agosto de 1940, día anterior al de la desaparición de Luciana Axel. Estos hechos, además, son fruto de una serie de minuciosas investigaciones que llevó a cabo Arthur Jelling, encargado de arrojar luz en el complejo caso de la familia Steve.)

La casa de los Steve se erigía en uno de los puntos menos agradables de la periferia de la ciudad. En una especie de páramo, polvoriento y maloliente en verano; helado en invierno, como hielo a la deriva en los mares glaciales; húmedo, fangoso y brumoso en las demás estaciones. El edificio que alojaba a la familia Steve debía de haber sido en tiempos una casa de campo. Ahora no era más que una casucha en ruinas de dos alturas, con las paredes manchadas y desconchadas, los cierres metálicos destrozados y los cristales rotos tapados con trozos de cartón.

Alrededor del chalé (llamémoslo así para facilitar las cosas) de los Steve no había más construcciones en un radio de treinta o cuarenta metros. A la derecha había un edificio feo y grande, una verdadera colmena, llena de familias de obreros y, más allá, a un kilómetro, empezaba la ciudad. Los Steve vivían en su casa desde hacía unos veinte años y declaraban que todavía se encontraban bien en ella. Debido a su carácter y a sus costumbres más bien extrañas, esta declaración no resultaba nada sorprendente. Gente como ellos se tenía que encontrar bien en una casa como esa.

La tarde del 16 de agosto, Gerolamo Steve, uno de los miembros más importantes de la familia, salió de casa. Había comido un guiso de patatas cocidas y jarrete de cabrito, conocido por el grandilocuente nombre de «estofado sureño», y se dirigía a la Asociación de Vigilantes para dar una conferencia. Eran casi las ocho y el sol estaba a punto de ponerse y, tras haber pegado despiadadamente todo el día, ahora se escondía tras amenazantes nubes moradas. La tierra seca exhalaba olores nada delicados, y Gerolamo Steve, como siempre en esa época del año, se llevó un pañuelo a la nariz y se encaminó hacia un claro situado a doscientos metros, donde paraba un autobús que lo llevaría a la ciudad.

Gerolamo Steve era alto y delgado, pero se puede decir que también encorvado, con joroba, sin ninguna de esas cualidades de esbeltez y elegancia que normalmente tienen los hombres delgados. Vestía un traje a cuadros, de color claro en su momento, y que ahora estaba oscuro por las manchas y la grasa, y un suéter gris de cuello cerrado que le llegaba hasta la barbilla. En la cabeza llevaba un sombrero gris de paja, deformado, que lo hacía ridículo y terrible. Ridículo porque era demasiado pequeño para su gran cabeza y su gran cara; terrible porque, bajo ese cómico gorro aparecía un rostro duro, con facciones vulgares, rígido, que contrastaba amenazadoramente con lo cómico del sombrero.

Al llegar al autobús, Gerolamo Steve subió sin responder al conductor, que, como lo veía todas las tardes, primer y único pasajero hasta el Parque Clobt, intentaba entablar una conversación con él. No lo había conseguido nunca, porque Gerolamo Steve nunca le había dado una respuesta, pero como era un hombre de buen carácter, que no se daba por vencido, lo volvía a intentar todas las tardes.

—Buenas tardes, profesor, esta tarde también se derrite uno. ¿No tiene calor con ese jersey?

Sin respuesta. Gerolamo Steve en realidad era profesor de ciencias morales, pero no de cordialidad hacia el prójimo. Se sentó al lado de la ventanilla y, sin quitarse el pañuelo de la nariz, miró a lo lejos, al final de la llanura desierta, al sol que se ponía detrás de pequeñas montañas de basura. Pensaba en el tema de la conferencia semanal que debía pronunciar esa tarde en la Asociación de Vigilantes. O al menos, era muy probable que pensara en eso con mucha probabilidad. Puesto que el cuidado de su persona (más bien rápido y no definitivo, que es lo que pensaría un higienista al verle imprecisas arrugas alrededor del cuello y sospechosas oscuridades y manchas en las orejas) no le llevaba más que una mínima parte del día, y que acostumbraba a comer leyendo libros de moral o pensando en cuestiones morales, había que excluir que en ese autobús, esa tarde del 16 de agosto, él pensara en algo que no fuera un problema o un tema moral.

El autobús se movió hacia el crepúsculo, se dirigió a la ciudad y llegó al Parque Clobt sin que Gerolamo Steve cambiara un ápice su posición.

—Hemos llegado –advirtió con amabilidad el conductor.

Gerolamo Steve lo escuchó, se levantó y se bajó sin responder y sin despedirse. Luego cruzó el parque. Con eso alargaba el recorrido, aunque así comprobaba que las parejas que estaban sentadas en los bancos no hubieran aumentado en número desde la semana anterior. Muchas veces había hablado de estos idilios de banco, pidiendo la intervención de las autoridades, pero sabía que en verano no tenía el poder suficiente para frenar esa mala costumbre.

En la entrada de los locales de la Asociación de Vigilantes, Gerolamo Steve se dignó saludar a algunas personas, pero sin quitarse el sombrero. Tampoco se lo quitó cuando entró en la amplia sala oscura que servía de salón de actos. Al final se lo quitó cuando se encontró detrás de la mesa desde la que tenía que hablar.

Entonces observó también el auditorio e hizo una mueca. Otra nefasta consecuencia del verano era la escasez en el número de alumnos. Solo una veintena de personas, la mayoría viejos y viejas, ya catequizados y moralizados, estaban preparados para escucharlo. Los jóvenes, las almas en peligro, nada. Ni rastro.

Gerolamo Steve, el mayor de los Steve, hizo un gesto, no para restablecer el silencio, porque todos callaban, sino para anunciar que iba a hablar. Detrás de él había un cartel que decía:

Esta tarde, a las 20:15 horas en punto

el profesor Gerolamo Steve

hablará sobre el tema:

la verdad es solo un lado de la moral

A las nueve y cuarenta y cinco, tras haber demostrado exhaustivamente que la verdad era solo un lado de la moral y el otro lado era la justicia, y que ninguno de los dos lados, por sí solo, era realmente moral, sino que la moral se realizaba solo cuando la justicia se hacía con verdad, o cuando la verdad se decía con justicia; tras haber demostrado esto y haberse despedido con frialdad de los socios de la Asociación de Vigilantes, Gerolamo Steve había salido, había cogido el autobús y había vuelto a casa.

Eran justo las diez y cinco. Todos estos hechos los averiguó más tarde Arthur Jelling investigando la desaparición de Luciana Axel.

El hermano menor de Gerolamo Steve, Oliviero, salió de casa a las ocho y media. Se dirigía a la ciudad, a la sede de Nitroline S. A., una de las mayores fábricas de pintura del Estado, para llevar a cabo una tarea extraordinaria de administración.

Oliviero Steve tenía treinta y dos años, mientras que su hermano tenía cuarenta. Se parecía a Gerolamo, pero con cierta amabilidad de la que este carecía. También se vestía de una manera menos extraña: camisa con cuello y corbata. Pero de la familia Steve poseía una inconfundible dureza en la expresión y en los gestos. Era una copia más joven de Gerolamo Steve y quizá por ello menos agradable. La dureza despiadada de Gerolamo era más compatible con sus cuarenta años resecos, arrugados; pero con los treinta y dos de Oliviero, con su melena negra y ondulada, con la frescura de su piel, contrastaba mucho.

Oliviero Steve no había estudiado moral, pero había respirado inevitablemente el ambiente de la casa, y sus ideas y principios eran los mismos que los del hermano mayor. Su vida había sido, en el sentido más explícito de la frase, un modelo de virtud nada criticable. Al acabar la enseñanza obligatoria, lo habían contratado en Nitroline como ordenanza, y ahora era administrador delegado. Su cargo conllevaba un sueldo bastante elevado, pero él, tras consultarlo con su hermano, había rechazado, cuatro años antes, varios aumentos de sueldo. Él no quería enriquecerse. Quería trabajar y ganar lo meramente necesario. Si, por desgracia, se le estropeara un traje antes del tiempo establecido, no podría hacerse uno nuevo. Tras casarse dos años antes con Luciana Axel, había provisto su sustento pidiendo, no un aumento de sueldo, sino un aumento de trabajo remunerado aparte. Por eso, todas las noches él iba a Nitroline, donde trabajaba desde las nueve hasta las once. Esas dos horas de trabajo eran el sustento y la indumentaria de su mujer.

Al llegar a la sede de Nitroline, Oliviero Steve enseñó su carné de administrador al vigilante nocturno para que le abriera. El vigilante lo conocía perfectamente, oía de lejos su paso firme y veloz, le abría antes de que apareciera delante de la verja y lo saludaba con deferencia temerosa. Pero Oliviero Steve le enseñaba de todas formas el carné, y él tenía que fingir que le echaba un vistazo. Era la norma.

El despacho de Oliviero Steve era una sala grande con enormes archivadores de madera negra. En el escritorio ancho, desnudo, sin tinteros, sin plumas, sin papeles, no había más que una fotografía con un marco sencillísimo. En la fotografía se veía a una mujer joven, con el pelo castaño y con unos dulces ojos claros. En la parte inferior había unas palabras escritas con bolígrafo: «Luciana y Oliviero, septiembre de 1938». Se trataba de la mujer de Oliviero, Luciana Axel, y la fecha era la de su boda.

Oliviero Steve abrió con la llave el cajón del escritorio y sacó algunos papeles, un plumier y un tintero grande, y lo dispuso todo sobre la mesa. Luego, de un archivo sacó un libro de registro, lo abrió sobre la mesa y se puso a trabajar. La lámpara con la pantalla verde proyectaba una luz violenta alrededor de él, mientras que el resto de la amplia sala permanecía en una sórdida penumbra verdosa. Oliviero trabajaba metódicamente, consultando papeles, pasando las hojas del pesado libro de registros, haciendo pe­queñas anotaciones en un documento o en otro. Por mucho que fuera minucioso y preciso en sus cosas, no se daba cuenta de que, mientras trabajaba, desplazaba cada vez más hacia delante el libro de registros, y que el libro desplazaba el tintero, y el tintero, a su vez, el marco que ya se encontraba en el borde de la mesa.

De repente oyó que algo caía con un ruido cristalino, y levantó los ojos de los papeles. El marco, el tintero y el plumier se habían caído. Se levantó de golpe, pero sin ansiedad, encendió la luz del techo y constató la importancia del daño. El marco se había roto, el tintero también, y la tinta se había desparramado por el suelo, sobre la fotografía y sobre las plumas.

—Muy bien –murmuró Oliviero Steve. Cogió el teléfono y llamó al vigilante–: Se me ha caído el tintero. Venga a limpiarlo, por favor. Gracias.

Luego, se puso otra vez a trabajar. Levantó la cabeza un momento para controlar que la persona que había entrado en su despacho era realmente el vigilante al que había llamado y, después, la volvió a bajar. A las once, el teléfono sonó, pero no lo cogió. Era la señal que el vigilante le daba para indicarle que eran las once menos tres minutos. En esos tres minutos Oliviero Steve puso en su lugar los papeles y el libro de registros, apagó las luces, cerró las puertas, se dirigió a la planta baja y salió del edificio de Nitroline.

Estos hechos también los averiguó Arthur Jelling tras una investigación no siempre fácil y muy minuciosa.

Esa noche del 16 de agosto, Carla Steve y Luciana Axel salieron del chalé a las nueve menos cuarto. Carla Steve, la hermana menor, tenía veinticinco años. Los rasgos característicos de los Steve se perdían un poco en la plácida feminidad de toda su persona. El cabello, de un rubio oscuro, y los ojos ligeramente grises no tenían nada que ver con los marcados rasgos de su familia. Aun así, había algo de los Steve en ella; no se podía definir muy bien, pero se intuía, quizá por algún gesto o por alguna expresión momentánea. Luciana Axel, igual de alta que ella, y parecida, en general, a su cuñada, tenía un aspecto totalmente distinto: carecía de esa indefinida dureza de Carla, y solo mantenía la placidez femenina.

Estaba anocheciendo. El páramo que rodeaba la casa estaba hirviendo, la tierra despedía calor y malos olores. El cielo mostraba intermitentemente grandes nubes moradas que amenazaban tormenta. Las dos mujeres cerraron la puerta y se dirigieron a la parada del autobús, a la terminal de la línea.

—Ya verás el enfado que se agarra Gerolamo –dijo Luciana a Carla–. Ya sabes que no quiere que salgamos por la noche.

—Puede que no quiera, pero no me lo puede prohibir –aclaró Carla Steve. Y este modo de pensar las cosas mostraba que ella también había respirado el ambiente de la casa, lleno de problemas y diferencias. No querer una cosa, efectivamente, no es lo mismo que poder prohibirla. Gerolamo era el hermano mayor, pero ella era adulta y, aunque Gerolamo no quisiera, podía salir, respondiendo plenamente de sus actos. Luciana Axel no objetó nada, debía de estar acostumbrada a esas sutilezas. Puede que no le agradaran o que no las entendiera del todo. Se limitó a exhortar:

—En cualquier caso, no debemos estar fuera mucho tiempo. Tienes fiebre, te has levantado a propósito de la cama.

—La fiebre no es nada –declaró Carla Steve.

El autobús se dirigió a la ciudad, que brillaba a lo lejos. Carla Steve y Luciana Axel se bajaron en una plaza amplia, luego recorrieron un par de calles llenas de coches, rutilantes de anuncios luminosos, y se pararon en la entrada del Caravandhal Box.

El Caravandhal Box es uno de los cafés más amplios de la ciudad. Espacioso, pero no grande, en cuanto a lujo y riqueza. Hay cuatro salones capaces de albergar unas cincuenta mesas cada uno. Quizá esta magnitud sea en detrimento del lujo, que no es excesivo, pero no impide la diversión. La orquesta, las amplísimas barras del bar, los espacios para bailar, no permiten a los clientes encerrarse en sus ocasionales tristezas. Donde todos ríen, hablan en voz alta, se comunican de una mesa a otra, se tiran bolitas de papel y se tutean a los pocos minutos de haberse presentado, no resulta difícil divertirse. Esta amplitud y este bullicio tenían quizá un defecto: la elección del público. Cuando los clientes son tan numerosos, no es fácil seleccionarlos. Al Caravandhal iba gente de todo tipo, pero, a decir verdad, las autoridades y los círculos de buenas costumbres nunca habían tenido que quejarse de nada serio. Poca cosa: una pelea, un borracho, una mesa de juego rápidamente descubierta y el dinero embargado. Pero nunca nada grave. De tal manera que incluso las familias burguesas, la mañana de los días festivos, se daban una vuelta por allí y, con la excusa del aperitivo, ocupaban las mesas hasta la hora de ir a comer a casa. En ese local entraron Carla Steve y Luciana Axel. Se sentaron a una mesa y pidieron una consumición. Apenas llevaban una ligera capa de maquillaje, mientras que las demás clientas iban muy maquilladas, como de costumbre. Unos minutos después, un hombre rollizo y no muy alto, con el pelo blanco, se acercó y se sentó a su mesa.

—Buenas tardes, Padder –dijo Carla Steve, hablando en primer lugar.

—Buenas tardes, Carla, buenas tardes, Luciana. No os esperaba hoy. Y más sabiendo que estabas enferma.

—Me aburro como una ostra en casa –respondió Carla–. Tengo la cabeza embotada y no puedo leer. Por eso me levanto, aunque tenga fiebre.

—Me daba la impresión de que te brillaban los ojos –dijo el que conocían como Padder–. Treinta y ocho, ¿no?

—Treinta y ocho y medio.

Luciana Axel bebía su consumición en silencio. Padder la observó con una mezcla de cariño y fría curiosidad.

—Puede que Luciana se aburra en casa de los Steve. Se ha quedado muda –dijo–. Cuando trabajaba en este local tenía otro carácter.

—Bueno, todos cambiamos –respondió Carla mientras Luciana sonreía–. Además, también está la pobreza. Quien no tiene dinero tampoco tiene mucho que decir.

—No me encuentro mal –murmuró Luciana mirando a su cuñada–. Siempre estoy más tranquila que cuando trabajaba aquí de cajera, entre tanto moscardón.

—Ahora sabes lo que te espera –sonrió Padder–. En cambio, aquí cada día había alguna novedad. Uno te proponía un viaje a la luna, otro te escribía un poema, el jefe te quería despedir...

La conversación siguió en ese tono, sarcástico y afable. La orquestina tocaba ininterrumpidamente. En un momento dado, un hombre gordo, de mirada tímida, preguntó a Luciana si quería bailar con él, y ella aceptó.

Mientras estaba con ese tipo que no sabía bailar y que se sonrojaba cada vez que la miraba, Luciana vio que Carla y Padder hablaban sin parar, y cuando volvió a la mesa se pararon de repente, y por el tono de sus voces comprendió que habían cambiado de tema.

—Otro cóctel –propuso Padder–. Parece que sienta mal en el estómago, pero no es cierto. Hay que saber mezclar. Licores fuertes con licores fuertes, licores suaves con licores suaves. Esta es la regla de oro. Así no sientan mal, es más, mantienen fresco el cerebro y calientan el corazón.

—Gracias, Padder –dijo Luciana–, pero ya sabes que prefiero no beber.

—Yo necesito darme una alegría –dijo Carla Steve–. Esta fiebre continua me agota, pídeme otro cóctel de esos.

Llegó el cóctel para Carla. El reloj marcaba las diez y media. La orquestina no paraba de tocar, incluso los camareros servían a ritmo de fox, sorteando decenas de mesas en las que estaban apiñados grupos de clientes muy felices, a juzgar por las risas y las voces altas.

En ese momento la conversación adquirió un tono sentimental. Padder recordaba:

—Conozco a la pequeña Lucy desde hace tantos años que ya ni me acuerdo. Cuando vi que se casaba con uno de tus hermanos –aludiendo a Oliviero Steve, el hermano de Carla–, pensé que no era una buena idea. Sé justa, Carla. Eres menos testaruda que tus dos hermanos. ¿Qué hace Luciana en una casa como la vuestra, donde de la mañana a la noche no se hace otra cosa que juzgar todo con rigor? Tú por lo menos razonas, no eres una loca como tus hermanos. Tienes que admitir que no es sitio para Luciana. No lo es en absoluto. Ella es joven, entusiasta, llena de fe y de esperanza. Vosotros sois viejos, apáticos, pedantes, amargados y capaces de amargar. Y además está la pobreza, como has dicho antes. Tu Oliviero no quiere un aumento de sueldo para no ganar demasiado, y en casa coméis patatas. ¡Venga ya!

—Esta noche también hemos cenado patatas –admitió Carla. Se mostraba fría. No miraba a Padder, miraba alrededor, a la gente que estaba bailando, y a una mesa de la que llegaba una canción:

Oh mi Polly, oh, mi Polly,

ven conmigo, siempre conmigo.

Si ya no quieres, no me digas que no,

no me hagas sufrir, dime que sí.

—Comer patatas es lo de menos –replicó Padder–. En el fondo son saludables y nutritivas. Lo peor es vuestra casa, esa choza mugrienta, ese aire de juzgarlo todo que siempre se respira ahí. Y mi Lucy tiene que vivir ahí. No pretendas convencerme de que está a gusto ahí.

—... Desde que perdí el trabajo por esta enfermedad –dijo Carla, como si no quisiera responder a Padder–, las patatas se han convertido en un lujo.

Se produjo un silencio. También Padder escuchó la cancioncita de Polly. Era una melodía palpitante, pero melancólica, que entristecía en vez de alegrar, a pesar de las bromas.

—Querida Carla, ya te di un sermón hace tiempo –dijo mirándola con una nueva luz en los ojos–. Si quieres, te lo vuelvo a dar. Pero no creo que te haga falta.

Luciana Axel callaba. De vez en cuando Padder le rozaba la mano y se la apretaba con ternura.

—Mi pequeña –decía–. Le tengo un cariño paternal.

Las once menos diez.

—Fúmate otro cigarrillo antes de irte –propuso Padder, y se sacó del bolsillo una pitillera grande de oro macizo. No había duda. Era oro macizo. Incluso un idiota de nacimiento habría comprendido que no solo estaba chapado en oro.

Se fumaron el cigarrillo; luego Luciana tuvo que volver a bailar con el tipo tímido y gordo, y por fin se levantaron para irse. Luciana Axel se giró para seguir con la mirada a un cliente que vestía un magnífico traje y estudiar su aspecto. Mientras, Carla y Padder hablaban.

—Adiós, chicas. Por la noche siempre estoy aquí. Venid a verme cuando queráis.

—Buenas noches, Padder.

A las once y diez del 16 de agosto, Carla Steve y Luciana Axel se montaron en el autobús que las llevaría a casa.

Arthur Jelling había escrito esta fecha y todos estos hechos en algunas de las muchas tarjetitas que llevaba en los bolsillos del chaleco.

Leslie Steve era oficialmente el cabeza de familia. Oficialmente como padre de los tres: de Gerolamo, de Oliviero y de Carla. También lo era un poco, por una cuestión idealista de principios, porque tenía sesenta y cinco años. Pero en la práctica no contaba mucho. Desde que, a causa del alcoholismo, había perdido la cátedra de filosofía, su autoridad había menguado mucho, y el bastón de mando había pasado al hijo mayor, Gerolamo. Este, a pesar de su avaricia, no habría dudado en contratar a una asistenta, pues la vieja que tenían antes se había despedido, pero Leslie Steve, tras su degradación, se había opuesto. Él había fallado y se le debía castigar por ello. Y como castigo se ocuparía de todas las labores de la casa. Arreglar las habitaciones, hacer la compra, lavar la mantelería y los platos. Un castigo. Además, este castigo tenía un aspecto esencialmente moral: cada uno debía ganarse la vida. Desde que él ya no ganaba nada como profesor de filosofía, lo ganaría como criado. Ellos (los hijos) le pagarían como a cualquier asistenta, y lo que ganara lo metería en el balance de la casa, como contribución a los gastos generales.

Entonces (unos años antes), se reunieron para decidir sobre este tema. Las discusiones duraron una semana, todas las noches, desde la nueve hasta las once, pero los Steve acabaron aceptando que el viejo tenía razón. Que él tenía que castigarse por haber perdido la cátedra de filosofía, y que tenía que ganarse la vida. Como consecuencia de estas deliberaciones, el profesor Leslie Steve se encargó de todas las labores de la casa, incluida la cocina y, como compensación por estas prestaciones, le remuneraban con la comida, el alojamiento y diez dólares a la semana, de los que cinco se los quedaba Gerolamo Steve (para evitar que el viejo Steve se los gastase en el bar).

Por lo tanto, desde hacía varios años, Leslie Steve se levantaba pronto por la mañana para ir a hacer la compra. Cuando volvía, arreglaba las habitaciones, cinco en total, y luego se ponía a cocinar. Por supuesto, no tenía experiencia en estas cosas, pero sí sentido común, un sentido común que no existía en su filosofía, demasiado rígida y categórica, para quien lo criticaba. Con ese sentido común conseguía tener bastante limpias las habitaciones, cocinar sin demasiados errores y, después de dejar la ropa de cama en la lavandería, hacer el resto de la colada a conciencia. Solo pedía ayuda a las mujeres de la casa, a Carla o a Luciana, para una sola cosa: para zurcir. No veía lo suficientemente bien, ni sus manazas, como las de toda su familia, habría sabido manejar una aguja.

Todo esto indica que la preocupación moralista no era inferior en él que en sus hijos. Él separaba netamente sus pecados, entre los cuales el peor era el alcoholismo, de sus principios morales. Una de sus afirmaciones básicas, cuando daba clases de filosofía, era que el hombre que actúa según la moral, pero que no conoce los principios morales, no tiene mérito. Para ser realmente un hombre bueno, y gozar del mérito de serlo, había que tener principios.

La noche del 16 de agosto, cuando su hijo Gerolamo salió para ir a dar la conferencia, cuando su hijo Oliviero se fue a la oficina, cuando Carla se levantó de la cama a pesar de tener fiebre para ir al Caravandhal con Luciana, Leslie Steve se quedó solo.

Cuando se quedó solo, recogió la mesa, fregó los platos, puso un poco de orden. No era en absoluto ridículo cuando hacía esto, aunque llevara la perilla típica de profesor de filosofía y gafas con patillas que usaba para que no se le escaparan las manchas de los platos o la suciedad cuando barría. No era ridículo, porque lo hacía de manera natural, con cuidado, sin desgana.

Él representaba, en lo físico y en el aspecto, el verdadero arquetipo de los Steve. Alto, delgado, fibroso, y jorobado como su hijo Gerolamo. Y los rasgos de la cara grandes, duros, suavizados un poco por la perilla canosa que le daba cierto aire paternal. Solo en una cosa se diferenciaba de sus hijos: en la mirada, que por el consumo de alcohol tenía algo de vidriosa y de bonachona, mientras que los ojos claros de los hijos no expresaban otra cosa que despiadada frialdad.

Cuando acabó su cometido, Leslie Steve se puso la chaqueta, se peinó un poco, luego salió cerrando con llave la puerta de casa. El páramo donde se encontraba el chalé estaba prácticamente oscuro. Las farolas más cercanas eran las de la terminal de autobuses, en donde se oía resonar un motor lentamente. El bochorno había aumentado, al igual que los efluvios del suelo, abarrotado de desperdicios y de aguas residuales. Las estrellas estaban ocultas por las nubes: el cielo se presentaba negro y compacto. Leslie Steve se dio cuenta enseguida. Lo primero que miraba en cuanto salía de casa por la noche era el cielo; luego, la luz del bar, que se encontraba en el edificio de apartamentos populares situado al lado del chalé de los Steve.

Leslie Steve se dirigió hacia allí, entró y se sentó a una mesa. Llevaba un libro debajo del brazo: El atomismo de Demócrito y de Leucipo. Pidió una botella de cerveza y se puso a leer, bebiendo de vez en cuando y sin preocuparse del resto de clientes. Por lo demás, era solo un bar de trabajadores, concurrido únicamente el día de paga. Las máquinas de frutos secos y el futbolín estaban inmóviles. Lo mismo que la máquina de chicles. Inmóvil el jovencito de la barra. De vez en cuando entraba un cliente, se bebía algo en la barra, intercambiaba alguna frase sobre el calor, pagaba y se iba. A Leslie Steve no le podía interesar nada de eso. Cuando emergió de las páginas del libro, del atomismo de Demócrito y de Leucipo, había dos botellas vacías de cerveza en su mesa y el reloj marcaba las once.

—Joven –llamó.

El jovencito acudió, se metió el dinero en el bolsillo y observó:

—Habrá tormenta si sigue haciendo este calor.

Más abierto que sus hijos, Leslie Steve, sin mirarlo a la cara, dirigiéndose hacia la puerta, respondió:

—Ya.

Eran justo las once. Se lo dijo el jovencito del bar a Arthur Jelling, que investigaba.

—Le dije al profesor: «Habrá tormenta si sigue haciendo este calor», y luego miré el reloj para ver si podía cerrar: eran las once.

A las once y media, Carla Steve y Luciana Axel, de regreso del Caravandhal Box, entraban en casa. Alrededor de la gran mesa del comedor y a la vez sala de estar, estaban reunidos para esperarlas, en silencio, Gerolamo Steve, Oliviero Steve y el viejo Leslie. Las dos mujeres dejaron los bolsos, luego se sentaron también ellas a la mesa, sin decir palabra, nada, ni un «buenas noches».

—Empecemos –dijo Gerolamo Steve–. Tú primero, papá.

En su voz había tensión, como en su ánimo. No tenía ninguna inflexión de amabilidad, pero tampoco de frialdad. Era impersonal.

Leslie Steve se levantó con dificultad a causa de la cerveza que se había bebido y dijo en tono monocorde:

—Hoy he pecado como los demás días y mi buena voluntad no ha sido suficiente. He dejado de barrer las habitaciones por pereza y he dejado para mañana lavar los pañuelos, cuando mi deber era hacerlo hoy. Además, he bebido demasiada cerveza y me ha sentado mal. Espero ser más fuerte mañana, pero si vuelvo a pecar declaro solemnemente que no ocultaré a nadie mi culpa y que además os la confesaré en público.

Luego se sentó. Se levantó entonces Gerolamo Steve. Apoyó las manos sobre la mesa, miró a la cara a los demás, con dureza, y luego también habló como si leyese un salmo de la Biblia:

—Hoy, si la memoria no me engaña, no he pecado. He llevado a cabo todos mis deberes, incluso los más ingratos, hasta el último. Espero hacer lo mismo también mañana, pero si pecara, declaro solemnemente que no ocultaré a nadie mi culpa y que además os la confesaré en público.

Era el turno de Oliviero Steve. Declaró que había pecado. Había echado la bronca, en la oficina, a un botones; quizá con demasiada dureza. Prometía ser más fuerte al día siguiente, etcétera, etcétera.

Cada noche, antes de irse a la cama, los Steve se contaban las pequeñas culpas del día. Era una costumbre puritana, instaurada por el viejo Steve, desde que los tres hermanos eran pequeños, y nunca habían dejado de seguirla. En esa habitación grande, con la lámpara encima de la mesa, un ligero olor a patatas cocidas flotando en el ambiente y el goteo de la pila que procedía de la cocina, esa reunión de personas, adustas o pensativas, que murmuraba, por turnos, breves palabras, por lo general las mismas, tenía prácticamente el aspecto de una misteriosa conjura. Fuera ladró un perro con insistencia durante largo tiempo, hasta que se calló con un gañido ahogado.

Carla Steve se levantó:

—Hoy no he pecado, pero no ha sido gracias a mí. Estoy enferma, en la cama, y no tengo ocasión para pecar. Espero ser lo bastante fuerte como para resistir al mal cuando las ocasiones me tienten, pero si vuelvo a pecar declaro solemnemente que no ocultaré a nadie mi culpa y que además os la confesaré en público.

Estaba a punto de sentarse cuando Gerolamo Steve se lo prohibió con un gesto imperioso.

—¿Estás segura de haber dicho todo? –le preguntó.

Carla Steve se sentó.

—He dicho lo que debía decir.

A Gerolamo Steve se le encendió la mirada.

—No es cierto. Has ido a ver a Padder y no lo has confesado.

—Ir a ver a Padder no es un pecado. Y tú lo sabes.

Oliviero Steve se dirigió a ella, lleno de ira:

—Yo le había prohibido a Luciana que volviera a ver a ese hombre. ¿Por qué has aprobado con tu presencia una nueva desobediencia a mis órdenes? ¿Por qué has acompañado a Luciana al Caravandhal?

Hablaba como un formulario de la Administración y con la severidad de un boletín oficial. Pero Carla Steve, que tenía el mismo temperamento, no se amedrentó.

—No reconozco que ir a ver a Padder sea un pecado, así que no lo confieso. No reconozco que sea justo prohibirme a mí o a Luciana que vayamos, por lo que soy libre de ir y de que me acompañe quien me parezca. Además, ya hemos hablado otras veces de estos temas y creo que es inútil volver a ellos una y otra vez.

—No es así –afirmó categórico Gerolamo Steve.

—Para mí tampoco es así –añadió no menos categórico Oliviero.

—Bien –dijo Carla–. Significa que nuestras opiniones son distintas.

Hubo unos instantes de silencio tenso. Luego, Gerolamo Steve le hizo un gesto a Luciana Axel para que se levantara.

Ligeramente pálida, Luciana miró a Gerolamo, miró a Carla, miró a su marido Oliviero y, luego, indecisa, empezó a hablar:

—En estos días he pecado como todos los días, y mi buena voluntad no ha sido suficiente. He transgredido una orden de mi marido, al que, sin embargo, le debo obediencia, y he ido a hacer una visita a Padder. Espero ser más fuerte mañana, pero si vuelvo a pecar declaro solemnemente que no ocultaré a nadie mi culpa y que además os la confesaré en público.

Se había terminado. Al día siguiente por la noche la escena se repetiría, como tantas otras infinitas noches, en cuanto todos los miembros de la familia estuvieran de vuelta en casa.

Pero no se repitió, porque, por mucho que los Steve la esperaran hasta pasada la una, Luciana Axel no se presentó en casa. Había desaparecido.