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Akal / Literaria / 70

Andrés Sorel

Las voces del Estrecho

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Las voces del Estrecho, son las voces de quienes habitan el mar, que se convirtió en su tumba porque no lograron cruzarlo en su huida. Esas voces hablan de sueños rotos, de anhelos de libertad frustrados, de la miseria y el oscurantismo en que vivían, de la violencia que soportaban, todo lo cual les llevó a abandonar su tierra, a romper con sus raíces, en el intento de buscar una vida mejor.

Publicado por Sorel por primera vez en el año 2000, este texto, tan poético como riguroso y fundamentado, continúa siendo una llamada de atención a una sociedad apática que ha visto, como en estos 16 años transcurridos, el Estrecho ha pasado de designar un lugar a convertirse en metáfora de todos aquellos que, desesperadamente, se internan en el Mediterráneo para escapar del negro destino que los amenaza desde su nacimiento.

 

«Una novela sobrecogedora y admirable. Pocas veces habrá leído uno un relato tan apasionado y torrencial, y escrito con tanta furia y extrema lucidez.»

Luis Landero

«De un redoble de conciencia se trata, de una fábula moral que nos lleva más allá del penoso día a día de la noticia fúnebre, de la crónica de sucesos, de un canto desolado para luchar contra el olvido.»

Luis Mateo Díez

«Un libro hermoso e intenso, de esos que dejan huella y sólo se pueden leer, no de un tirón, sino a tirones del alma.»

Gonzalo Santonja

Andrés Sorel. Nacido en Segovia durante la Guerra Civil, de padre castellano y madre andaluza, estudió Magisterio y Filosofía y Letras. Durante el franquismo colaboró en la prensa clandestina del Partido Co­munista y fue corresponsal de Radio Es­paña Independiente de 1962 a 1973. Durante su exilio en París dirigió la publicación Información Española, que se realizaba para los emigrantes españoles en Europa. En 1974 fue excluido del Partido Comunista por diferencias ideológicas y políticas. La censura de Fraga Iribarne prohibió la publicación de sus novelas en Seix Barral y Ciencia Nueva. Muerto el Dictador, colabora en periódicos y publicaciones de España y Europa. Fue fundador, presidente y responsable de Cultura del diario Liberación.

Galardonado en 2013 con el premio José Luis Sampedro, ha publicado 50 libros, entre novelas y ensayos, e impartido más de 1.000 conferencias en diversas ciudades del mundo. Sus últimas novelas son Último tango en Auschwitz e … y todo lo que es misterio, publicadas en esta misma colección.

Diseño de portada

RAG

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© Andrés Sorel, 2016

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Reacciones a la primera edición de Las voces del Estrecho

Las voces del Estrecho es una novela sobrecogedora y admirable. Pocas veces habrá leído uno un relato tan apasionado y torrencial, y escrito con tanta furia y extrema lucidez. El tono inspirado, lleno de iluminación y de fuerza poética, le confiere un algo de plegaria, de texto religioso, y también de blasfemia. Leer esta obra es como transitar por un laberinto cuyas galerías (que son historias, fragmentos gozosos y trágicos de vidas malogradas) confluyen hacia ese Minotauro devorador que es el Estrecho. Sorel da rostro a los muertos anónimos. Pone nombres a quienes los perdieron junto con la vida. Documenta a los indocumentados. Ésta es una novela de nuestro tiempo, llamada a pervivir en los venideros.

Luis Landero

Esta hermosa novela, que ensambla el testimonio, la elegía y el obituario, nos cuenta una historia de palpitante y terrible actualidad: la de los emigrantes que saltan a nuestras costas buscando poco más que la supervivencia. […]

Las voces de los muertos son convocadas para componer una suerte de oratorio o canto fúnebre que rescata sus existencias, la verdad oculta de sus vidas que la muerte segó. […]

Uno de los grandes aciertos de la fábula es, sin duda, la propia tonalidad de la escritura, la medida elocuente de los contrastes, de las descripciones, la emotiva verdad de esas voces muertas que redoblan en la conciencia del lector […] De un redoble de conciencia se trata, de una fábula moral que nos lleva más allá del penoso día a día de la noticia fúnebre, de la crónica de sucesos, de un canto desolado para luchar contra el olvido.

Luis Mateo Díez

Redoble de conciencia

Andrés Sorel ha escrito un libro que duele, un libro hermoso e intenso, de esos que dejan huella y sólo se pueden leer, no de un tirón, sino a tirones del alma, en viaje de vértigo a las fronteras más infernales de nuestro tiempo, con páginas de luna llena y líneas azotadas por todos los vientos: Las voces del Estrecho, novela de verdad, porque su autor pertenece a esa rarísima estirpe de los escritores que no velan nunca y siempre, siempre, saben buscar y encuentran los abismos del ser humano, el Santo Grial de la tristeza, la fiebre de las nubes, y la desnudez de las humillaciones […]

Sorel está grabando en los paredones de la indiferencia palabras desgarradoras.

Gonzalo Santonja

[…] La inmigración ha empezado a ocupar las páginas de revistas especializadas y desde los años noventa se ha convertido en un tema de interés creciente para escritores y lectores […] Hemos optado por analizar la obra más ambiciosa publicada hasta el presente sobre esta problemática y más concretamente sobre el drama que se está desarrollando en el Estrecho de Gibraltar, la novela de Andrés Sorel Las voces del Estrecho (2000) […]

Las voces del Estrecho nos ofrece, en suma, una visión multiforme de la emigración, desde ángulos y perspectivas múltiples (como en un baile de disfraces aparecen y desaparecen las víctimas y los victimarios y cada uno de ellos expone su percepción de los hechos), con el fin de que el lector advierta la complejidad del tema, se haga su propia composición de lugar y extraiga sus conclusiones […] Es una fábula abierta a muchas vidas, una denuncia de la realidad de los inmigrantes realizada con una prosa que combina los ritmos secos y descarnados con un aliento lírico de hondo dramatismo. Las voces que llenan este libro constituyen una sinfonía coral y nos hablan de unos personajes que se han extraviado por el camino en busca del Paraíso, sorprendidos por espejismos sórdidos y caprichosos, y de unas vidas interrumpidas, de sueños quebrados y de historias humanas que el autor va a intentar eternizar.

Irene Andrés Suárez

Universidad de Neuchatel

 

Prólogo a la nueva edición

El destierro terminó ya.

No es de nadie ese fondo ciego,

que ignorando el nombre de arriba

ni emplaza en sitio humano al muerto.

No hay país por estas honduras

tan remotas del cementerio

donde sólo nosotros somos

melancólicos extranjeros.

Quien fue el ausente yace aquí:

última tierra en el destierro.

Jorge Guillén

… que van a dar a la mar…

… que es el morir. Para millares de emigrantes, que huyen del hambre, o de la guerra. El mar: las vidas como ríos, el lugar donde no se yace estrecho. Nunca leyeron a Jorge Manrique ni a Paul Celan. Tampoco lo hicieron los causantes de sus muertes, esos, sean traficantes o empresarios, a los que nadie llamará asesinos. Y nosotros, culpables por omisión, amantes de la literatura, somos igualmente «melancólicos extranjeros» de este genocidio no reconocido como tal; ese genocidio que, como demuestran Ausch­witz y los demás campos de concentración del siglo xx, de España a Siberia recorriendo toda Europa y haciendo escala en lugares como Guantánamo, no parece terminar nunca.

Fotografía de un niño muerto

Un niño de apenas tres años sobre una playa desierta. Su cadáver arrojado por las aguas en la foto muda como el mundo que contempla su exposición mediática. De pronto, sin rostro, sin palabras, sin historia, es noticia de primera página en la prensa o en las televisiones de numerosos países. Un segundo de gloria que él no podrá disfrutar, aunque sea protagonista, y que oculta a los miles de niños devorados en los mares por los tiburones, en los desiertos por las hienas, abatidos en las ciudades por las bombas o por ráfagas de ametralladoras, estigmatizados por depredadores sexuales, vendidos por traficantes en los territorios «civilizados». Tiburones, hienas humanas, culpables de que exista esta foto, o el negativo de las que nunca verán la luz y que conforman, frente al sensacionalismo sensiblero, la auténtica y profunda realidad. La imagen del cuerpo abandonado en las arenas de la playa, fotografiada y difundida por innumerables medios de comunicación del mundo un día que ya nadie recuerda, sirvió para mostrar la escenificación de los hipócritas, las frases rituales de los corruptos políticos, los esfuerzos por aunar caridades coyunturales que acallen los gritos y revueltas que debieran arrojar a otros abismos a quienes desde hace décadas vienen siendo culpables de estas historias. Porque las lágrimas de cocodrilo nacen con inmediata fecha de prescripción.

De dónde son los emigrantes

La emigración económica, política, no surge de la nada. Sus causas son conocidas: explotación, latrocinio de las grandes empresas y regímenes políticos, coloniales o lacayos, sobre territorios cuyas riquezas esquilman, guerras y cruzadas militares ininterrumpidas para apoderarse de sus minerales, explotarlos, de su petróleo y riquezas de toda índole, de su mano de obra sometida a un régimen de esclavitud y exterminio. Ellos, quienes impulsan momentáneas obras de caridad sobre las víctimas sometidas y saqueadas por su imperialismo económico, político y militar, son a su vez quienes mantienen la farsa caritativa ante el estupor causado por imágenes como la del niño de la playa; son los culpables de las torturas y sufrimientos de los miles de niños que no llegan a alcanzar playa alguna o, si lo hacen, pasan a formar parte de los explotados por las voraces condiciones de trabajo y vida que les imponen aquellos que nunca serán culpabilizados por las muertes de quienes no alcanzan la tierra prometida y, por tanto, carecen de nombre o fotografía que hable de su trágica historia. Tras la representación escenográfica del esperpento montado por ese segundo de catarsis colectiva, regresarán a sus fiestas, a sus reuniones de negocios, a llenar las páginas de papel couché o las pantallas televisivas en espectáculos recreados por todos los medios de comunicación que muestran sus lujosas condiciones de vida y el esplendor de ese ocio que aureola a los millares de millonarios que ostentan su poder con sus grandes marcas comerciales, vestidos y calzados de moda, joyas –todo fabricado por otros niños explotados en países que llaman subdesarrollados–, con automóviles o aviones privados, riquezas que les permiten también morar en el mundo del arte, la música, la literatura, el cine, las viviendas suntuosas, los paraísos vacacionales, mientras exhiben, como el español Rato, su sonrisa cínica, sus ojos chispeantes de ironía, que venimos sufriendo interminables meses en esa vomitona de imágenes que debieran exhibirse, como escarnio y triunfo, sobre la soledad, silencio y grisura del niño abandonado en la playa solitaria. ¿De dónde huyen los emigrantes? De las prácticas asesinas de quienes dominan el mundo capitalista. Y de quienes en él gobiernan. Y de las religiones criminales impuestas con su irracionalidad y tiránico dogma sobre gran parte de los ciudadanos del planeta.

Las voces del Estrecho

Los mismos niños sin nombre, que murieron ayer, continúan muriendo hoy. Porque sus cadáveres se reparten por los mares y campos desérticos del mundo. Bajo las fronteras de la muerte. Los nuevos muros de Berlín, cada vez más numerosos, sin otra ideología ya que la impuesta por las reglas e intereses del capitalismo. Y la palabra «mafias», tan usada en el afán culpabilizador, no denomina a quienes hacen posible que existan. Los Gobiernos. Las grandes empresas, los banqueros y quienes dominan los importantes negocios, sean económicos o mediáticos, incluso parte de las fuerzas públicas que se llaman del orden y abarcan a cuerpos de policía o de la magistratura. Todos aúnan recursos cuyas consecuencias terminan guardando similitud, aunque sea con otras formas y procedimientos, con los empleados por el nazismo: éste expulsaba los restos de sus víctimas –y fueron millones– convertidos en humo hacia el cielo; aquéllos los arrojan a las fosas de los mares; en ambos casos tomamos un verso del mejor poema de la historia del siglo xx: «no se yace allí estrecho».

En este libro, Las voces del Estrecho, hablo, fundamentalmente, de la emigración provocada por causas económicas y crisis humanitarias, de gentes que, procedentes de África, buscan las costas españolas para intentar desarrollar nuevas formas de vida, en el fondo para escapar al abrazo de la muerte que les amenaza desde el nacer. Se unen a las voces del genocidio provocado por las guerras en Asia y África, a la desgarradora marcha de esos miles de ciudadanos que huyen de las masacres provocadas por los aviones y tropas de los países occidentales que siempre buscan beneficios para su economía y estrategia de dominio mundial. Historia que recientemente alumbró en Iraq, Libia y Siria sus principales campos de batalla y desencadenó la respuesta de ese terrorismo islámico inspirado en viejas prácticas medievales pero con nuevos y más eficaces métodos de destrucción. Historia que en los últimos doscientos años ha convertido el mundo en un campo de batalla que inmolaba cada vez más víctimas. Un fragmento de uno de los más lúcidos escritores de nuestro tiempo lo ilustra. Nos referimos a Albert Camus cuando escribe:

Una época, que en cincuenta años desarraiga, avasalla o mata a setenta millones de seres humanos debe solamente, y ante todo, ser juzgada […] Si el asesinato tiene sus razones, nuestra época y nosotros mismos somos la consecuencia. Si no las tiene, vivimos en la locura y no hay más salida que la de encontrar una consecuencia o desistir […] El sentimiento de lo absurdo, cuando es patente, ante todo extrae de él una regla de acción y hace el asesinato por lo menos indiferente y, por consiguiente, posible. No siendo nada ni verdadero ni falso, bueno ni malo, la regla consistirá en mostrarse el más eficaz, es decir, el más fuerte. Entonces el mundo no se dividirá ya en justos o injustos, sino en amos y esclavos […] Debemos –instalados en la actitud absurda– prepararnos para matar, dando así paso a la lógica por encima de los escrúpulos.

Junto a la imagen del niño ahogado, catapultada hacia la visión de los espectadores y asesinos –éstos seguro que reparan menos en ella–, se ofrecen cifras que, si se rellenaran de contenido humano, podrían componer mil y una noches de relatos y ocuparían los espacios que día a día nos atosigan con las informaciones bursátiles en los periódicos y televisiones de todo el mundo.

La información se renueva cada segundo; por eso, apenas dada a la luz, se convierte en pasado, es decir, desaparece. Pero el holocausto, insistimos, no terminó en los campos de concentración del siglo xx. Se actualiza año a año y día a día en los países y mares de Europa. Y escribimos para no mirar hacia otro lado. Palabras simplemente al fin. Lo difícil son las acciones: acciones y textos que respondieran a la violencia con la violencia.

Miles de personas que huyen de África continúan muriendo cada año antes de llegar a Europa. Uno de cada tres cayucos o barquichuelas que se lanzan a la mar no alcanza sus costas. Apenas tres centenares de muertos se contabilizaron en la RDA en los casi tres decenios de existencia del muro de Berlín. Todos los días ríos de tinta corrían con la denuncia de aquellas muertes. Y, cuando cayó, se procesó y encarceló a los dirigentes comunistas acusados de haberlas provocado. Sobre las decenas de miles de muertes causadas por los muros invisibles –algunos ya cada vez más visibles, desde España hasta Estados Unidos–, muros que intentan inútilmente frenar el éxodo de quienes son expulsados de sus tierras, no parecen existir no ya cárceles o condenas, sino responsabilidades ni requisitoria alguna.

Las voces del Estrecho. Uno de los escasos gritos no ahogados por la literatura de la frivolidad, literatura concebida como mercancía y envuelta en la publicidad para beneficio de sus aparentemente asépticos editores, cuando se necesitaría que centenares de escritores en todo el mundo, uno a uno, escribieran historias y relatos individualizados de cada uno de estos testimonios silenciados, para que todos los lectores, ante ese único libro compuesto por miles de voces distintas, se sintieran asfixiados, atorados, por lo que todavía se llama literatura. Pero, ¿quiénes pagarían la publicidad, lo introducirían en la lista de libros más vendidos?¿ Acaso las Academias, las galas culturales y los premios literarios se volcarían en su proyección y contribuirían a despertar las conciencias de todos los dormidos y alienados consumidores de las obras que sólo buscan convertirse, al precio y con el engaño que sea, en best seller?

Porque los ensayistas y académicos, también los políticos, prefieren que, en vez de hablar de vidas humanas, se haga de cifras, números. Les molesta el pesimismo que pueden mostrar la historia, las voces y la vida de los asesinados por ellos –los dueños de los mercados, que también mandan en la literatura, la publicidad, la sociedad del consumo–, de modo que no se abran procesos inculpatorios, aunque sea en la palabra y el pensamiento, sobre quienes causan esta tragedia mundial. Mientras, nosotros, todos los que acatamos sus reglas, exigencias, dominio económico y cultural, preferimos callar para no ser condenados, silenciados y excluidos: es la incruenta guerra entre el beneficio y la impotencia, el estruendo del dinero y el silencio de los desamparados o conformistas…

Unas simples cifras, redobles de conciencia tampoco serán para quienes no gustan de ellas; solamente en unas semanas del año 2015 –aplíquense a los últimos treinta años (en el fondo, podría ser a toda la historia de la Humanidad) para encontrar el veredicto total–. Emigrantes, huidos los denominan: 2.000 muertos en el mar Mediterráneo al intentar alcanzar sus costas. Cerca de 200.000 rescatados de las aguas. Para éstos se inicia otra historia, no de inmediato mortal, pero sí terrible. Y como si fuera un horno crematorio, 70 cadáveres asfixiados en la bodega de un barco, que éstos son otros muros de la vergüenza. Muros crecientes que corren de Ceuta a Hungría y hablan en toda Europa, sea en procesos electorales o en actos vandálicos, del desarrollo y crecimiento de los ataques racistas y del incremento de la xenofobia. Crecimiento que corre paralelo a las leyes que cercan las formas y condiciones de vida impuestas por el voraz y cada vez más agresivo capitalismo, que no cesa de dar dentelladas a las conquistas sociales alcanzadas tras décadas de luchas en los Estados occidentales, y que van extendiendo la sombra perpetua de lo que un día se llamó fascismo.

Cuando publiqué Las voces del Estrecho, Juan Goytisolo había escrito en el año 2000: «Occidente derribó el muro de Berlín para levantar otro muro en el estrecho de Gibraltar». ¿Cuántos muros se han levantado en estos últimos 16 años de vida, Juan?

Febrero de 2016

Nuestra historia: ese inmenso depósito de sufrimiento, anó­nimo, ese océano de sufrimiento.

Jaime Gil de Biedma

Occidente derribó el muro de Berlín para levantar otro muro en el estrecho de Gibraltar.

Juan Goytisolo

Cuando los espíritus vuelan al mundo al-bazzah,

continúan en posesión de sus cuerpos y éstos

adoptan la forma sutil en la que uno se ve

a sí mismo en sueños. Pues el otro universo

es una morada en la que las apariencias cambian

de continuo, del mismo modo que los pensamientos

fugitivos en la dimensión interior de éste.

Ibn Arabi

En cuanto a los corazones, están deshabitados;

son crueles, inertes e impasibles: ni atienden

llamadas, ni responden preguntas: la mala costumbre los ha vuelto indiferentes.

Yáhiz

Al-bazzah: el «istmo». El universo observado entre los mundos de entidades sin forma y el mundo de los cuerpos.

 

I

Me dijeron se llamaba Ismael

Me dijeron se llamaba Ismael y que podía encontrarle en el cementerio o a la hora de los vinos en el bar de Paco. Su historia se contaba en pocas palabras. Tal vez ocurra así con todas las historias. Había sido pescador. Ahora ofi­ciaba de sepulturero.

Yo le buscaba. Sabía que era el depositario de los mis­terios que el Estrecho entierra entre sus aguas. Que iden­tificaba sus gritos. Y, sobre todo, que era él quien tentaba con sus manos, recorría con sus ojos, olfateaba con sus di­latadas pupilas nasales los cadáveres que aparecían flo­tando en los acantilados o playas de la zona.

Ismael, el sepulturero.

«Yo soy Ismael, el que siempre huye de sus señores, el que es como un onagro humano.»

Pensé, cuando le tuve frente a mí, que rondaría ya los setenta años de edad. Se lo dije. Torció el gesto, parpadean­do, contrayendo la boca, sin desagrado ni extrañeza, sim­plemente negando.

—No, voy a cumplir cincuenta, de aquí en unos días –contestó. Añadiendo–: He sufrido varias operaciones de estómago. Por eso ando estropeado.

No tardó Ismael, al interesarme por su vida, en contar su naufragio. Ocurrió una noche de poniente, en calma. Se echó a la mar solo, buscando pargos, doradas, lo que fuera. Cuando horas más tarde se levantó el viento, rolan­do de poniente a levante, se había adentrado, demasiado, en el mar. Difícil le resultaría después recordar, narrar lo sucedido; que gente ajena al oficio pudiera comprenderlo. El terror vivido durante aquellas horas no puede la me­moria resucitarlo.

Ismael, ahora, se justifica, ya sin miedo, en la rutina de la historia quemada por el paso del tiempo.

—Aquí esas cosas son normales, pasaron siempre, no siempre, de vez en cuando, pero pasan, por eso carece de futuro esta profesión.

Intentaba Abraham seguir sus palabras, convertirlas en imágenes. Preparó Ismael aquella tarde, en la pequeña casa donde habitaba con su hija: una planta, dos cuartos, el patio y una cocina con el váter adosado a uno de sus costados, mientras a través de la ventana contemplaba la suave espuma de las olas, enrojecidas por la puesta de sol, los anzuelos para los sargos y urtas, el cloque por si caía alguno grande, la carná para echarla una vez tendiera las redes, el afilado cuchillo. El cielo aparecía despejado en el horizonte. Es la última mirada antes de abandonar la casa. Comprueba que lleva las botas, el impermeable por si le da a la lluvia por despertarse a última hora, la bote­lla de agua, el bocadillo. Ya en la barca enjuaga y limpia de arena la pileta donde ha de arrojar el pescado. Ha pen­sado en todo, pero nunca puede garantizar le sea fiel el tiempo.

—Aquí es así, ocurre en un de repente, lo que era calma se agita y convierte en grito, y el viento salta sin avisar, como queriendo jugártela. Sopla fuerte, ruge iracundo, co­mo si estuviese hambriento. Y lo blanco se torna negro, y lo que dormía bracea con desesperación buscando no ya el cuerpo, tu alma. Gobernar entonces la barca no resulta fácil, qué digo fácil, un milagro; tenerte en pie por mucho que te agarres a cubierta todavía resulta más difícil. Y de pronto llega ella, rezabas para ahuyentarla, pero nunca el mar atiende tus rezos, tiene piedad; la más temida, la madre de todas las olas, la que invade, arrasa, la que no sólo toma en volandas tu cuerpo sino que al tiempo golpea tus miembros, tu rostro, tu hígado, como podrían hacerlo los puños de un ejército de boxeadores al unísono, te atraviesa de oído a oído, ciega tus ojos, sella tu boca, percute tu pecho con un golpe último, seco y definitivo, que te des­garra, desclava tus pies de la madera, eleva tus brazos ha­cia el cielo en inútil súplica protectora del vacío por el que ya vuelas y te arroja al fin en el lecho que momentánea­mente ella, tu asesina, había abandonado. Luego, tu men­te es ya sólo la tumba que encierra el miedo, el espanto. No piensas, no ves, sólo braceas desesperadamente por no hundirte cuando te sumerges, intentando volver a flotar, encontrar algo a lo que asirte, maderas a la deriva, restos de la barca desguazada, y si lo logras, te abrazas a ellos con ansiedad. Es el último asidero que resta a tu segundo de vida.

Le rescataron ya inconsciente, semiahogado, dándole por muerto, en la amanecida. Amoratadas las manos que se asían como garfios a la quilla de la barca, congestiona­do el rostro, intentando achicar por la boca el agua de los encharcados pulmones, arrancando pálpitos de respira­ción, masajeando su corazón para impedir su parálisis de­finitiva.

Le llevaron a Barbate. Cuando abandonó el hospital, tomó pánico al mar. Caminaba por la playa contemplán­dolo con ojos huidizos, temeroso de su desafío. Como si le llamara, incitara a entrar en él al modo en que la amante lujuriosa tiende sus brazos al enamorado, eso eran las olas, brazos reclamándole. Mas él se resistía por mucho que fuerzas ocultas le empujaran a su encuentro.

—Yo sé que la gente del pueblo ya pensaba me había vuelto loco. ¿Quién no está loco en tierras del levante y lugares como éste? Me gustaba sobre todo pasear por la playa bajo la lluvia. Contemplar cómo las desperezadas gotas abren agujeros en la arena. Horas. Hasta que las nubes barrían la costa y se marchaban con su música, suave o furiosa, a otra parte. Pálidas luces abrazaban en­tonces la noche. Apenas existía vida en el pueblo aquellos años. Yo no dejaba de contemplar las olas que lamían mis pies. Me hubiese gustado arrojar mis pensamientos, mi miedo, al mar, para que éste los devorara como hace con el fulgor de las estrellas. Regresaba junto a mi hija, que crecía en demasiada soledad y abandono para que yo pu­diera dominarla. Una mala coyunda la nuestra, sin mujer que a los dos nos atendiese. Estaba triste. Pensaba si sería preciso continuar viviendo. Ella preparaba una tortilla de patatas, siempre lo mismo en la noche, y cenábamos sin apenas intercambiar palabras. A la cama me llegaba el so­nido del mar. Continuaba llamándome. Y en la noche se internaba en mis sueños. Regresaba en la mañana, cuan­do no tenía otra cosa que hacer, junto a las olas. Paseaba a lo largo de Zahara, hasta Medina. Pensando. Veía el puñado de barcas dormidas en el horizonte o regresando lentamente a tierra. Me hubiese gustado caminar hacia ellas.

Al fin, Ismael se alejaba, casi corriendo, de aquellas in­sinuantes tentaciones, volvía al hondón del pueblo, se su­mergía en el vino temiendo no poder un día sobreponer­se al terror que le embargaba, sucumbir e incorporarse a lo que fue siempre su auténtico hogar, su medio de vida, como lo había sido de su padre y de los padres de sus pa­dres. ¡Quién podría decir desde qué lejanos antepasados heredara aquella historia que a más de uno, entre ellos, condujo a la muerte, sin que esto fuera óbice para la con­tinuidad en el oficio de sus descendientes!

Optó al fin por tomar el puesto de sepulturero, aquellos días vacante. Escaso era el trabajo, el sueldo, pero infinita la paz disfrutada en aquel pequeño y silencioso recinto cuyos muros cortaban la fuerza de los vientos que sólo agitaban las copas de los cipreses y silbaban entre los huecos de las tumbas aún vacías.

Ismael tomaba cerveza, bebiendo despaciosamente. Yo había apurado mi segundo whisky. Nos apoyábamos en la barra del bar de Paco. Conchas marinas, fósiles de peces cuyos nombres desconocía, caracolas, redes, remos, rue­das de timón, brújulas, farolas de hierro y bronce ocupa­ban el techo y las paredes del local. También fotos y bre­ves poemas de Antonio Machado, García Lorca y Miguel Hernández.

Me preguntó Ismael:

—¿Por qué bebes tan de seguido?

—Costumbre, forma tal vez de no pararme a pensar.

—¿Y por qué no quieres pensar?

—Porque pensar significa tener conciencia del tiempo,

de tus propios años de vida.

—Eso es que le tienes miedo a la muerte.

—Puede ser. ¿Quién no teme a la muerte? Unos lo reconocemos, otros prefieren no pensar en ello, es cierto.

—Imagínate qué podría decir yo, que todos los días la tengo a mi lado, siempre rodeado de muertos.

—Es distinto ver a sentir. Lo peor es pensar.

—Sí, pensar es lo peor, dímelo a mí que en compañía de ellos me paso el día pensando, o escuchando sus voces. Por eso dicen que estoy loco. Y dicen eso porque ellos no quieren ver. Ellos saben, pero prefieren ignorarlo. Yo co­nozco la muerte, les veo. Y a veces los muertos se asoman a sus ventanas, cuando duermen, o se hacen los dormidos, porque si los ven, a los muertos, cierran los ojos. Éste era un pueblo de muertos. Sólo que unos lo sabían y otros preferían no reconocerlo.

—¿Ya no lo es?

—No. Eso era en años pasados. Ahora todo lo han cambiado el turismo y la televisión. Por eso se ha dejado de pensar. Y de tener conciencia. Zahara era un pueblo con olor a miseria. Y Medina ni siquiera existía.

Ismael fumaba calmosamente un estrujado pitillo. Las pequeñas y vivaces pupilas de sus ojos rodaban al compás de sus palabras, virando de mi rostro al de las otras personas sentadas ante la barra, con desconfianza, como te­miendo le escuchasen.

Al fin me dijo, en voz muy baja, apenas audible:

—Yo sé. Sólo yo puedo hablarte de eso que te interesa. Yo sí sé de los muertos. Te lo contaré. Ellos viven allí, en el hotel fantasma, junto al mar. Se reúnen de noche. Te lle­varé para que los conozcas y escuches.

—Ellos, ¿quiénes ellos?

—¿Y quiénes han de ser? Los que no tuvieron la suerte que yo, todos los que se ahogan.

—¿Tú los escuchas?

—A mí me dejan, como si fuera uno de los suyos. Soy quien los recoge, cuida, su guardián, como si dijé­ramos.

—¿Y de qué hablan?

—De sus cosas: de cuando eran pequeños, de su tierra, del miedo que pasaron en la travesía, de lo que ahora pe­nan. Y de su otra vida, de la de antes.

—Antes, ¿qué es antes?

—Antes de que desaparecieran bajo las aguas, antes de que yo recogiera sus cuerpos o lo que de ellos quedara. Me están agradecidos, al único. Yo les salvé, les devolví a la tierra; no a todos, claro, pero a muchos de ellos; cuido sus almas. Es otra vida, pero la tienen.

—¿Y qué son entonces?

—Ya te lo dije, sombras. Fantasmas que vagan por el cielo impulsados por los vientos, sombras que buscan sus cuerpos. Hasta que los encuentren no pueden descansar.

Pronto comprobó Abraham que hablaba sin ilación. Mezclaba tiempos, historias, saltaba de un relato a otro sin darles continuidad. Algunas palabras no las entendía. Y la manera atropellada en que pronunciaba las frases provocaba en ocasiones perder el hilo de la narración. Se refería ahora al pueblo, y a los chalets hundidos en las propias entrañas de sus montes, a quienes los ocupaban.

Decía:

—Esto no es de hoy, es de muy antiguo, cuando yo na­cía. Mandaban los que han mandado siempre. Franco les dio el terreno. Búnkeres, por aquello de la guerra, por si bombardeaban o estallaba la atómica, luego los convirtieron en bodegas. En ellos se escondieron y así nadie podía pe­dirles cuentas, no de nuestra guerra, la otra, la mundial. Además, ¿cómo podrían sufrir responsabilidades si, al no tener nombre, ni existían siquiera? Zahara carecía de vida, cuatro casas y un erial, y el resto, de los militares, los amos. El mar siempre estuvo, pero el mar es el mar. Ni un foraste­ro, sí faltaban carreteras y caminos, pasaron muchos años hasta que lo supimos, esas cosas no se hablaban, el miedo, alemanes, nos enteramos que eran alemanes y eso lo decía todo. Allí escondidos. Nunca se construyó en Zahara un puerto pesquero, todo era para el Retín, auténtico lujo, y la ingeniería para horadar esa montaña, claro que el pueblo con un pequeño puerto pesquero habría sido otro, siempre dejados de la mano de Dios, de forma voluntaria se arras­tran los barcos, media docena quedan y porque existe unión entre los vecinos, Zahara y Medina serían otra cosa. Fueron órdenes de Franco, él los trajo cuando las cosas se les pusie­ron mal, dirigían los submarinos que infectaban estas aguas, por lo de Gibraltar, así conocieron la zona, así hendieron los montes para sus refugios, instalaron ascensores que comuni­caban las casas con la base, la carretera, y allí el garaje, no existía otra forma de llegar a ellos como no fuera trepando como las cabras, antes, ahora sí, ahora llega la carretera, na­die ha entrado nunca en ellos, de los nuestros, nadie, sagra­do, secreto era, tiene que haber oro y cuadros importantes, diamantes, dicen, todo, ahora arrancan la pintura de las cuevas, hay muchas, no se sabe con certeza cuántas ni dón­de están, yo sí, te llevaré a ellas, muy antiguas, prehistóricas, y arrancan paredes, techos, y se los llevan a sus casas, con los dibujos realizados por aquellos hombres, a uno de los alemanes ya lo sacaron de aquí, una noche, vinieron ca­miones y cargaron cientos de maletas y cajas, a saber qué se llevó, lo reclamaban como criminal de guerra, te digo que estuvieron años sin pisar el pueblo, ahora alguno ya baja y entra en los bares, realizaban sus compras lejos, en Jerez, en el Puerto, a saber dónde, y se encerraban allí, el del Rolls-Royce dicen que le costó el coche ciento cincuenta millones de pesetas, no veas cuando vino el Mayor Oreja el verano pasado, en alguno de esos chalets se alojó, o de los que aho­ra han construido, los famosos, una tarde se plantó en el de la duquesa, la de Medina Sidonia, también tiene uno aquí, que vengo a conocerla y a que me invite a un café dicen que dijo, vive con una alemana más joven que ella, para mí un escándalo, de siempre, aunque ya aquí se ve de todo, y tam­poco se mezcla con la gente, en el fondo es orgullosa, ella no vale nada pero la otra sí es muy guapa, el Mayor Oreja, te­nías que haberlo visto, guardiaciviles por todas partes, en las rocas, en los caminos, en las terrazas, y helicópteros, lue­go se marchaba en bicicleta a Bolonia, bien acompañado, no creas, el Chaves también tiene uno, y ese que canta, Alejan­dro Sanz, y el escritor, el de los ovnis, todos, todos tienen, a mí los guardiaciviles me dicen que, si no hacen nada malo, que haga la vista gorda, no éstos, los que vienen en patera, la otra mañana mismamente les vi salir del cementerio, debían haber pasado allí la noche, eran dos chavales, ni quince años tendrían, seguro que acurrucados el uno al lado del otro, tiritando de frío y muertos de miedo, junto a las tumbas, todos quieren llegar al Ejido en Almería, o a Huelva, allí hay trabajo y no les piden papeles, no pisan la calle, trabajar, comer y dormir, les pagan una miseria pero qué quieres, para ellos es una fortuna.

Dilata ininterrumpidamente las aletas de su nariz, Ismael, el sepulturero; agita las fosas nasales al tiempo que contrae con viveza los ojos que dirige de un lado a otro, inquisitorialmente, guiados siempre por los desplazamien­tos precisos de sus narices.

—Sí, yo huelo a los ahogados, por el rastro que dejan sé dónde están. Ya nunca se me borrará el olor, lo tengo alojado aquí –se señala con su dedo índice el cerebro– desde que me obligaron a meter la mano en el hondón del cuerpo de aquella mujer. Nadie sabía que era mujer. Yo lo averigüé y ahora ella se agarró a mí y no me suelta su olor, yo la pro­fané y la maldición me acompañará de por vida.

A primeras horas de la mañana un land-rover de la Guardia Civil se dirigió hacia el lugar del naufragio en busca del cuerpo avistado por unos pescadores. Llamaron más tarde a Ismael para que reconociera aquel cadáver. El médico no se atrevía a hacerlo. Lo contemplaba horrorizado mientras se cogía la nariz, como si fuera una pinza, con los dedos. Luego supieron, era febrero, del naufragio de una patera a la altura del cabo de Gracia. Aquellos días se rescatarían diecinueve cadáveres. Otros cuatro o cinco serían engullidos por el mar. Ella procedía de otro naufragio, de esos que no se cuentan. A veces el viento y las olas arrastran los cuerpos a lejanas playas y allí aparecen descompuestos, comidos por los peces, pico­teados por las gaviotas. Éstas son quienes, en numerosas ocasiones, alertan con sus vuelos, con sus chillidos, con sus concentraciones y desesperados aleteos a los pescado­res o a las autoridades. Gaviotas que, cuando falta comida, saltan sobre las arenas de la playa trazando signos y di­bujos con sus afiladas uñas, con sus ganchudos y taladrantes picos, y que de pronto se elevan, huelen, ven, sienten, un instinto atávico las lleva en salvaje algarabía al lugar en que han encallado o flotan los restos de los muertos, en los que se sumergen desgarrando la podrida carne que aún asoma en ellos.